Acabo de pasar, amor, por el correo,
-chisporrotea el lacre, oscila la balanza-
es como un girasol de oro mi deseo
y como una ramita de espliego mi esperanza.
Aquí estoy con tu carta, al sesgo, en una mano
emboscado en esta sombría callejuela….
Acabo de pasar, amor, por el correo,
-chisporrotea el lacre, oscila la balanza-
es como un girasol de oro mi deseo
y como una ramita de espliego mi esperanza.
Aquí estoy con tu carta, al sesgo, en una mano
emboscado en esta sombría callejuela….
Adiós la casa blanca que albergó un año entero
entre sus cuatro muros el amor verdadero.
Adiós campos extensos, polvorientos caminos.
Adiós los pobres ranchos de los pobres vecinos.
Adiós los trigos de oro, adiós verdes maizales,
las refinadas hierbas, los bravos pajonales…
Adiós toros y vacas, adiós caballos, yeguas…
El tren nos va a llevar a muchísimas leguas.
Al caminar parece que crujieran
las hojas de la noche y sus cristales.
Es tu hombro, tu pecho, tus rodillas
deshaciendo, esponjando, tu impermeable.
Tu impermeable te ciñe totalmente,
si llevas algo más nadie lo sabe…
Es un cilicio hecho de pliegues duros
sobre la rosa de tu cuerpo suave.
Anoche había barras de luz en tu persiana
y alcé hacia ti los ojos en actitud de ruego,
como diciendo: Abre, señora castellana…
Y me perdí en la calle, triste y oblicuo, luego.
En esa luz naufragan tus ojos lentamente,
verdes como la flor más allá de la mar:
tus manos, dedo a dedo, sueño a sueño tu frente.
Como sobre una tapia se adormece una rosa
yo quisiera tu grave cabecita en mi hombro,
espontánea, caída, comprensiva, mimosa,
sin un soplo de miedo, ni una brizna de asombro.
Y contemplarte luego a la luz de una estrella
interminablemente de la frente a la boca,
como contempla el agua, inclinada sobre ella,
la frente taciturna y eterna de una roca.
Dulce amor de pasillos, dulce amor de rincones,
cuando ya es una bruma el aliento deshecho.
Sentir sobre mi pecho la amplitud de tu pecho
y como dos deditos pequeños tus pezones.
Y bajar la escalera trémulo de deseo
aprovechando el último peldaño para verte.
Mudable como el tiempo es tu mejilla,
o arde como una tarde del estío
o hiela, o poco menos, si hace frío;
pero ardiente o helada es maravilla.
Deja que acerque mi cansada arcilla
al pétalo de amor que llamo mío,
mientras corre mi brazo como un río
por tu cuello, delgada torrecilla.
Nunca podrás ver nada claramente:
todo es zarzal, espinas y maraña.
En vano gastarás toda tu maña
contra el dorado pájaro latente.
Errado el tiro, vuelves bruscamente
el arma hacia otro lado, mas te engaña
la jugada de sol que el árbol baña.
V
Poco a poco se hace la luz en tu vestido,
la noche de tu traje se disuelve en la aurora.
La primavera próxima te regala su flora,
su ligereza el aire y el agua su latido.
LXX
Profunda, ardiente, plástica, flexible,
casi palpable como miel sonora,
más que sobre tus ojos o tus labios,
sobre tu voz, te reconstruyo toda…
VI
La ciudad, que ya empieza, alondra blanca, a amarte
te dibuja la cara, y más te la ilumina,
con pinceles mimosos, con delicado arte
como nunca lo haría la acuarela más fina.
Tal vez haya soñado con un beso instantáneo,
dos estrellas fundidas augustamente en una.
Un temblor en el cuerpo y un mareo en el cráneo
y un ponerse la sangre del color de la luna.
No, jamás me has besado ni siquiera la frente,
sólo has puesto los labios o los atraje yo.
De veras que no sé qué hacer contigo,
oh César, hasta ayer blanda pelusa.
Llena de rebelión está tu blusa,
y aunque no quieras ya eres mi enemigo.
Alzo la voz, levanto el dedo y digo
esto y lo otro, en fin, lo que se usa…
¡Si hasta te inspira ya contraria musa
y, a tu padre, prefieres a tu amigo!
Hijita: con tu venida
este verano feliz,
has agregado un matiz
maravilloso a mi vida.
Que te vea yo crecida
y no quiero más riqueza:
entre la tuya que empieza
y la de ella al terminar
veré mis años pasar,
mas pasarán en belleza.
Última flor de mi áspero camino,
mejor que última flor, flor de las flores,
resumen de lo humano y lo divino,
escapas, huyes por los corredores.
Sólo veo tus rizos saltarines
y de tus dulces codos los hoyuelos,
mientras de puntas en tus escarpines
eras la bailarina de los cielos.
Pienso a veces con algo de tristeza
que pudiste elegir para tu viaje
—claro de luna y temblador follaje—
la cuna de marfil de la riqueza.
Perdona mi poética pobreza
y el combativo hogar al que te traje,
mas tu hermano mayor será tu paje
y yo el primer cantor de tu belleza.
Desnuda como un yunque, mesa mía,
no admites ni una flor para tu adorno,
nada se aquieta en ti ni permanece:
el torrente infantil lo barre todo
Negro tintero, blando cartapacio,
búcaro de cristal o marco de oro
hace mucho que están en las alturas
o yacen de cajones en el fondo.
Es compañero Ricardo
tu novela campesina
tan nuestra, tan argentinas
como el ombú, como el cardo.
Epico aliento del bardo
resopla en ella profundo
nos ha descubierto un nundo
ahí no más, que nos asombra.
¡Que para segundo sombra
no haya de sombra un segundo!
Jamás he visto a nadie, señor, en sus ventanas,
siempre el gris antipático de herméticas persianas.
El hermoso jardín se muere flor a flor,
inútilmente eleva su chorro el surtidor.
Como no hay criaturas que lo pueblen de trinos,
ni siquiera gorriones saltan por los caminos.
Llegaste un día hasta mi casa,
hasta mi puerta doctoral;
de un alamillo eras la sombra,
frío, sin hojas, otoñal.
Con tu presencia ya decías
más que pudieras hablar,
y me dijiste lo preciso
que no olvida nunca más.
Estás hecha, mujer, para evocada
contra el nocturno ébano bruñido:
eres como un jazmín humedecido,
eres como una valva nacarada.
Incitante frescor de agua salada
engólfase en tu nuca, estremecido;
tienes los ojos de un color perdido,
tu boca como el mar es ondulada
y un alga de oro finge tu melena.
Esfenoides, huesito misterioso,
calado, aéreo:
¿para qué quieres tus cuatro alas
inmóviles en medio del cerebro?
Pajarito, pajarito,
llevarás mi alma al cielo.
Embadurna de luz el alba mi postigo,
y a perfilarse empiezan mis pobres muebles viejos…
Los primeros en despertar son los espejos.
Pende la luz eléctrica del techo, como un higo.
Tienen mis pobres muebles un manso despertar,
sobre todo el lavabo… Acoge a la mañana
como deshecho en blancas risas de porcelana.
I
Te has traído, hijo mío,
cierto aspecto de viejo:
la carita arrugada,
las manos con pellejos.
Envuelto en tus pañales
y abrigados pañuelos,
apenas se te ven
cuatro pelitos negros.
Un envoltorio largo,
un conito perfecto.
Cuando regreso a casa no me lavo las manos
si es que he estado contigo un instante no más,
el aroma retengo que tú dejas en ellas
como una joya vaga o una flor ideal.
Por aquí huelo a rosas y por allá a jazmines,
alientos de tus ropas, auras de tu beldad,
aproximo una silla y me siento a la mesa
y sabe a ti y a trigo el bocado de pan.
Es menester que vengas,
mi vida, con tu ausencia, se ha deshecho,
y torno a ser el hombre abandonado
que antaño fui, mujer, y tengo miedo.
¡Qué sabia dirección la de tus manos!
¡Qué alta luz la de tus ojos negros!
Darío, Silva, Nervo, B. Fernández Moreno…
Delante de mis ojos tengo el programa abierto.
Capuchón de la lluvia, arbusto de sol lleno,
yo soy el que te ama, pero mírame muerto.
Era la sombra del amor,
la sombra del amor: no pudo ser.
Ya pasó por mi vida otro dolor,
ya pasó otra mujer.
No era su pecho mi cabezal,
no eran sus manos las guiadoras
por el camino triste y fatal.
Aunque tuvieras, poeta,
un castillo en una cumbre,
un salón lleno de lumbre
y un gran sillón de vaqueta;
al llegar la noche quieta,
sobre mi hastío de pie,
me diría: bueno, ¿y qué?
y componiéndome el talle
me largaría a la calle,
a la calle y al café.
Debajo de la aljaba
no te dejaba,
por si alguna saeta
se disparaba.
En el aro ligero de la luna
canta para mí solo un ruiseñor.
A cada golpe de oro de su pico
brota en el aire una constelación.
Canta el pájaro pardo dulcemente
y se eriza de plumas y palor.
Te veo de plantón en esta esquina
desde hace muchos años, diez cabales,
capeando en el invierno temporales,
desgarrado de pelo y de chalina.
Ojo avizor y palabrita fina
en torno a los clientes habituales,
o rayado por luces espectrales,
o verde de la estrella matutina.
No habíamos hablado dos veces en la vida.
La noche que supimos la muerte de Darío
te encontré en el café de Perú y Avenida,
y esa noche rodó tu llanto con el mío.
Y caminamos juntos por la ciudad dormida,
bajo el cielo de estrellas calientes del estío.
Vaquillona con cuero y un vinillo,
de Mendoza, notable.
—¡A la criolla, amigo! el dueño de la estancia.
—¡A la criolla, Señor! la esposa, en sus percales.
—¡A la criolla, Don! un peón malicioso.
Un amigo: —¡A la criolla, che Fernández!
Con las primeras luces de la aurora
viene el lechero a la contigua casa.
Se acercan tintineando las esquilas
de un par de vacas con sus ternerillos
y un ruido seco, familiar, menudo,
hacen contra la piedra las pezuñas.
Con tanta claridad veo la escena
como si fuera de cristal mi cuarto.
Tranquilamente la comida observo:
son cuatro hombres y una mujer vieja.
Ellos están caídos sobre el plato,
comen con rapidez y silenciosos.
Con cada cucharada me parece
que se tragan también un pensamiento.
Y en camisa los cuatro, recogidas
las mangas hasta el codo, y en la espalda
las equis negras de los tiradores.
¡Vengo de la cocina, vengo de la cocina!
Traía en grandes manchas en el traje, la harina.
En las pálidas manos, entre los dedos finos,
olor agudo a especias, canelas y cominos.
Al fondo de los ojos, en grueso punto de oro,
traía de las ascuas el alegre tesoro.
Debe el beso venir desde la hondura
de una cabeza baja y atraída
en la penumbra gris desvanecida
mientras un viento vuele de frescura.
Boca entreabierta, elástica, madura,
que en el atardecer se haga una herida.
Toda ella roja de profunda vida
con un signo mortal: la dentadura.
Cuaderno,
cuaderno en que la amada
copia mis versos y dibuja flores.
Eres como una rueca torneada
donde se fuera hilando, poco a poco,
toda la buena seda de mi alma.
¿En qué oculto cajón
de quién sabe qué mueble y en qué casa,
te encontrarán las manos revoltosas
de nuestros hijos?
Contento estoy con este cuarto humilde
de ventana a la calle y puerta al patio.
Acabo de almorzar, en él me encierro
Y en su cama me tiro largo a largo.
El campo duerme y hay silencio en casa,
tal vez chilla un molino o canta un gallo.
¿Qué del paisaje de marfil me queda
éstos de soledad, días transidos?
El movedizo juego de tus pechos,
balanceo de rosas, de palomas,
menos aún, dos grandes gotas de agua
rodando en el espacio vacilantes.
Así van, así van de un lado a otro,
gotas doradas, pompas de ti misma,
hasta que al fin, horizontal, se aquietan,
apaciguados, graves, circulares,
apenas temblorosos en la noche.
Tu nombre es terso, claro, deslumbrante,
como la hoja desnuda de una espada.
En el aire se aguza como el aire
y en el agua se estría como el agua.
Para ser suspirado entre palmeras,
al fondo del harén, a una sultana,
entre un rebaño pálido de eunucos
y el brillo corvo de las cimitarras.
¿Desde cuándo, desde cuándo,
hombre del hierro y la piedra,
no agito un gajo de hiedra
tras la lluvia goteando?
¿Ni por el medio cruzando
voy de un robledal sombrío?
¿Ni hundo mi cuerpo en un río,
ni una mano en una fuente,
ni un dedo en una corriente,
ni me empapo de rocío?
Acúsome de haber hecho
por mi vida y por mi arte
poca cosa de mi parte
y que no estoy satisfecho.
Porque si ardía en mi pecho
hoguera de inspiración,
ansia de dominación,
no debí darme vagar…
La corriente fue soñar
y trabajar la excepción.
Éste es, amigos, mi departamento:
tres piezas, dependencias y pileta.
Tendremos que vivir a la jineta
yo, la mujer y el hijo turbulento.
Casi no se ve el sol, no se oye el viento,
no hay donde cultivar una violeta;
los pasos quedos y la voz discreta,
no se enoje un vecino soñoliento.
La madre ha logrado
dormir a su hijito.
Una obra maestra
de pequeños suspiros,
de menudas palabras,
de amenazas, de mimos,
de dulces cancioncillas,
de voluntad, de instinto…
No respiremos casi.
El niño se ha dormido.
He ido a ver el parque de Lezama
en el atardecer de un día cualquiera,
y me he encontrado uno diferente
al que por tantos años conociera.
Era aquél un jardín ya carcomido
por lloviznas y líquenes y amores,
flexuoso de raíces y de lianas
y envenenado por extrañas flores.
La tempestad podrá en olas deshechas
fingir pluma en el aire de un navío,
dejando entre la sombra y el vacío
erizadas las tablas más derechas.
El fuego podrá en llamas como flechas
hacer cenizas del palacio frío,
llevarse un pueblo desbocado río,
y rebaños y bosques y cosechas.
Madre, no me digas:
—Hijo, quédate…,
cena con nosotros
y duerme después…
Cuando eras pequeño
daba gusto ver
tu cara redonda,
tu rosada tez…
Yo a Dios le rogaba
una y otra vez:
que nunca se enferme
que viva años cien;
robusto, rosado,
gallardo doncel
le vean mis ojos
allá en la vejez.
El segador mete la hoja
de su guadaña entre la hierba
y todo cae ante su filo
con un rumor suave de seda.
El segador es un vaivén,
el sol lo baña, el sol lo llena.
El segador se yergue airoso,
de la colodra extrae la piedra.
—Esta noche no sales, te secuestro,
aquí está tu sillón, aquí tu lámpara,
tu pluma, tu tintero, tus cuartillas,
escribe, o lee, o sueña, o no hagas nada.
Esta noche no sales, te secuestro,
con mis tijeras cortaré tus alas.