La muerte de un hijo ahogado de Margaret Atwood

(Segundo diario: 1840-1871)

Él, que llegó con éxito tras navegar el río peligroso
de su venida al mundo,
se ha vuelto a ir

a un viaje de descubridor
por este territorio en el que yo he vagado
sin llegar a tocarlo, a hacerlo mío.

Sus pies se resbalaron de la orilla,
y a él se lo llevaron las corrientes;
lo arrastró la crecida entre hielos y árboles

y se ha perdido en un lugar lejano,
la cabeza como una batisfera;
miró con las pequeñas burbujas de sus ojos

como un aventurero temerario
por un paisaje más raro que Urano
que todos conocemos y que algunos recuerdan.

Fue un accidente; se quedó sin aire
y, como un corazón, cayó en el río.
El cuerpo, que era seña

de mis planes y mapas del futuro,
lo sacaron del fondo con ganchos y con palos
entre los troncos que al flotar chocaban.

Era la primavera, el sol aún brillaba
y la hierba incipiente ganaba solidez;
la claridad alumbraba los surcos de las manos.

Estaba fatigada por las olas de aquel largo viaje.
Pisé la tierra firme. Las velas de aquel sueño
se vinieron abajo, destrozadas.

En esta tierra él
es mi bandera.