Como una actinia oscura, rojo púrpura,
ni hablo mi lengua ni habito en mi país,
soy, eso sí, el heredero de una inteligente familia fenicia.
Heme aquí el fenicio del célebre poema de Eliot
para seguir siendo el ahogado para siempre.
Como se sabe, los poetas no tienen vida propia,
mueren lacerados por el agua, ciervos sin dominio,
oteando los retirados predios que le sirven de morada,
esquivos como piezas de un viejo juego de ajedrez,
sin sangre para manchar el suelo de la alcoba.
El invierno es la estación idónea
para que las mujeres me cierren definitivamente los párpados,
y la intensidad con que un día descifré largos poemas griegos,
convertida ya en nieve prodigiosa,
pierde, entre tanto, todo su calor.