Descubrir el peligro convierte a la ciudad en un lugar
rutinario. El horror da la pista de lo que hay que hacer
en semejante circunstancia, pues se trata siempre de buscar
la salida más rápida en lo que la violencia tiene de aproximación
a nosotros mismos. Para convertirse en dueño del destino
hay que comer del plato del peligro, hay que masticarlo y sacarle
su jugo hasta asimilar su contrario. La tierra forma montañas doradas
y polvorientas que pisamos imponiendo el temblor de nuestro cuerpo,
el dolor de nuestro peso, y descubrimos, si miramos adelante,
que el horror, como sabe César Moro, no es más que un nudo
para ocultar debilidad. No hay que huir de la acción desconcertante,
tan solo hay que sentir que no has sido elegido. Nada
perdura con éxito infinito y la raíz de magia brota del espanto,
de su boca envenenada, en su escozor tremendo. Todos agonizamos
lentamente bajo un cielo sin sol, bajo la luz pasada por la tela
parda de la incertidumbre, y todos nos quejamos hasta lograr salir,
hasta lograr ingerir nuestro fragmento iluminado.