Este dolor de ver en la penumbra
el rostro de los muertos detrás de los visillos
con luces atenuadas por las contraventanas:
el brillo de unas gafas, las canas del bigote,
la certeza profunda de que aquí se encontraron
para no irse jamás.
Esta certeza, mientras recolecto
los laureles de su éxito, sus cartas perfumadas,
viejos discos de tangos, de valses y fox-trots,
esta seguridad de que me ayudarían
también a recoger lo que olvidaron
llevarse al Más Allá.
Esta seguridad de que se amaban
mientras hablaban solos, sin mirarse
-¡tanta era su costumbre de quererse a ciegas!-
como aliados de un pacto de sangre
que no hubo de sellarse, como pasajeros
en un mismo haz de amor.
Esta certeza, esta seguridad
de que las cosas que les pertenecieron
jamás han de ser mías, pues que suyas son.
Que conmigo se vienen y con ellos
vienen ellas también, para ser suyas
y verlas de corazón.
Esta seguridad, certeza, juramento
de que al limpiar su casa no la desprotejo,
sino que la conduzco hacia un reino de luz
en donde la memoria se condensa de espectros
tan frágiles como ellos…y tan deshilachados
como lluvia de mar.
Este juramento, seguridad, certeza
de que sus manos apilan estos bultos,
de que envuelven conmigo los paquetes
y conmigo abastecen las hinchadas maletas
y se cargan al hombro las mochilas amargas
que yo no he de llevar.
Esta alianza como una inamovible
seguridad, certeza, juramento
de que aquí siguen ellos, aquí se perpetúan…
mientras yo ya no estoy.
Los Dioses Derrotados ( Accésit ‘Jaime Gil de Biedma’ 2000)