I
En las aguas profundas,
en las ondas del sueño amurallado,
a menudo apareces, y en el curso
verde y olvidadizo de los ríos.
Conozco tu presencia
en las cortezas húmedas del aire
y sé que en un lugar,
excavada en la lluvia
tu iluminada soledad persiste.
II
Aires tan dulcemente amanecidos,
apenas rotos, aires
y ya un párpado triste os oscurece…
Arrecifes al alba,
manantial en suspenso,
ojos en que se espuman tus cristales,
bañas de pronto y amamantas, lavas.
Los marítimos vientos
y fluviales contornos verificas
¡oh escogida mañana
semejante a la lágrima de un niño!
III
Mira el pequeño cauce incorporado
donde nace el arroyo,
las almas vegetales anhelantes,
y un aliento de orillas
siente que hacia tu carne se evapora.
Como suben las savias y rezuman
esparces tú la boca por tu tronco.
Lengua con sed, sedientas las raíces,
tendéis las hojas ávidas, iguales,
y os entregáis al mismo cumplimiento.
(En los cielos más altos se diluyen
las playas arrancadas
con sus calmas antiguas y rompientes
y convoca sus cántaros el río.)
IV
Oh pájaro en dulcísima pendiente
y corazón en tránsito de brisa,
la libertad te tiembla.
El amoroso músculo del nardo
hacia el paso flexible,
la saeta risueña de tus pechos
se tiende humedecida,
y una cintura limpia se doblega.
En la piedra untuosa
la huella engarza un aran del de frío
y flota tu camino en la tormenta
-blanco delfín entre sus densas redes-.
V
Tu corazón de lluvia largamente
aprendido del aire y de la rama
¿hacia qué espacios va,
sobre qué viento?
El cuerpo lleva uncido por el pulso,
hacia el rayo lo invita, lo apresura.
La libertad del cuerpo
y los ríos de piel se desoprimen,
sus sensitivos lechos abandonan
los muslos limitados de caricia
y el brazo y la garganta.
Todo el amor por estas fuentes libra
un dios delicuescente.
Y en el nombre del pájaro,
de la inflamada espuma del almendro,
en el sabor del fruto propagado,
alguna paz de la fatiga abierta
con los latidos mansos configura
un ciervo entre los pechos de alegría.
VI
Llueves,
en ti se cumplen
como aquellas del mar de que proceden,
las aguas reiteradas de tu sueño,
tu número de nubes y de peces.
Por tu blanda corriente
levantada la luz hacia las cumbres
sube.
Desde allí viene el hijo
como un dulce rebaño
que desciende las húmedas laderas
y aproxima la fuente
de tu entraña sombría, desgranada
como una profunda
cascada de cerezas.
VII
Sobre el campo embriagado, tu camino
ligero hacia los pórticos recoge
el alma y el auspicio de la nube,
peristilo esbeltísimo que apura
en abril instantáneo, entre avellanos,
el culto repetido de tu gracia.
Así, llena de lágrimas, alegre,
húmedo el cereal de tu cabello,
florecida en la tarde me pareces
un laurel en la lluvia iluminada.
VIII
A veces sorprendía
flotando tu cabeza por mi cuerpo.
Era en agua cercada,
obscura en que dejaba de seguirte,
pero a toda la orilla,
desde el profundo centro estremecido
se impartía una onda
de corazón despierto, sin sosiego.
Estabas sobre el pecho
nocturno de inundadas soledades,
aquí comparecida, sin deseo,
sólo furtivamente abandonada,
como si una tormenta que olvidamos
hubiese desistido y no quedase
de ti más que esa dulce
provocación de párpados y labios.
Luego eras luz y transparencia tenue
y volvían las sombras a tenderse
sobre este mar de piel acantilada.