Para saber hasta qué límite en mi sangre,
para que las manos reconozcan
el hueco azul que horadaste en el aire
y que se queja, a diario, por tu ausencia,
para que la memoria de hoy me diga dónde,
hasta dónde, en la carne, me eres necesaria,
necesito que prescindas de mí,
necesitas pensar que estoy ya muerto.
Imagíname cuerpo del que nada puedes
reclamar, que nada puede darte: ni paz ya,
ni sonrisas, ni un ángel de exterminio
o extranjero, ni el pan nuestro de la casa.
Imagina también tu vida así, bajo mi ausencia
fría, con las uñas creciéndome
en lo oscuro, en lo oscuro, en lo oscuro.
Y luego, torpemente, descubre que estoy
una vez más, adentro, en ti, raíz y luz
en el voraz torrente de tu pelo.
Puede la música acosar al corazón,
pueden el arpa y los relámpagos
atravesar las nubes, porque hubo un tiempo
azul en que comíamos el pan, la miel,
el dátil y los higos del desierto.
Hoy la abundancia nos destruye
y habría que aprender a convivir
con la miseria. Con la miseria,
sí, pero también
con el amor más triste.