Sombra de Jaime Labastida

Matamos lo que amamos.
Oscar Wilde

¿Podremos dar acaso lo que somos?
¿Jamás? La carne, la mano misma
con la que yo me doy, se vuelve
dulcemente acero, y al durazno
del día -que mastico, goloso-
lo carcome la sombra. Un rastro
de egoísmo contrae el gesto
de la dádiva, un antiguo cansancio
se detiene en el aire. La sonrisa
se hiela. El agua mata la sed,
es cierto, y hace trizas el vaso.

Algo de mí, seco, enmohecido,
se despega conmigo cuando la piel,
ya tensa, de mis labios
roza apenas tu sangre. Algo
pierdo de mí, calcinado,
destruido, en cada río de cólera,
no importa, o de cariño, con los que intento,
miope, asirte, oh tú,
por siempre inalcanzable.
Pues algo detrás de ti se queda,
durísimo, inasible, al otro lado
de una puerta de llanto sólo
y de tristeza y de goznes
inútiles: no tengo llave,
no tengo voz con qué lograr
que la montaña se abra. Porque te digo
amor y sin embargo mato
aquello mismo que deseo, equívocos,
equívocos. Somos aquello
que construimos, nada, sólo
un poco de polvo en la mitad
inhóspita del llano, una columna
lenta, con basura y humo, un instante
de piedra, detenido. Más que ser,
tocar un rostro. Nuestras vidas
se cruzan como dos aires turbios
encima de la arena o las heladas nubes
de la playa. Así, ni más
ni menos, coincidimos: en la calle,
en la casa, en el jardín de agosto,
en el abril profundo o en este julio
que sangra azules y fugaces hierros.

Soy una brisa que abrasa el centro
del espanto. Todo cuanto te he dado
pasará, como nosotros mismos. Y la sombra,
la sombra sólo, la sombra enorme,
húmeda, la ceniza tediosa
quedará en el cielo, como una cegadora,
abierta herida en la piel de la luz.