II
Bajo la luminosa, nocturna estela
y entre la polvareda de los caminos,
en busca de Santiago de Compostela
pasan, cantando salmos, los peregrinos.
Mientras en la penumbra de la mezquita,
donde con sus muezines rezaba el moro,
junto al abad severo que ora y medita,
los frailes soñolientos rezan en coro.
A los bardos errantes piden ternezas
mujeres de ojos garzos y tez de armiño,
y oyen trovas de amores y de tristezas
en la lengua armoniosa de allende el Miño.
Que el habla, ruda y grave, del castellano
sólo dice combates y desafíos
y la fe del insigne mártir cristiano
que floreció entre moros o entre judíos.
Ocultando su gozo con gesto arisco,
de pajes y estudiantes gloriosa presa,
al compás de un sonoro rabel morisco
danza provocativa la juglaresa.
Y el juglar, que ha aprendido los romanceros,
cuenta, del viejo alcázar bajo los arcos,
cercado de hombres de armas y de escuderos,
la historia lamentable del conde Alarcos.
De pie, junto a la puerta de la abadía,
fascinando a la turba que escucha ansiosa,
mientras suspira el Ángelus y muere el día,
el preste de Berceo dice una prosa.
Con hilo de romances teje su historia,
sigue la vía oculta de las estrellas,
y va perdiendo todo, menos la gloria,
el rey de las Partidas y las Querellas.
Entre halagos, promesas y juramentos,
que entrelazan con votos de amor celeste,
en alcobas y celdas «Trotaconventos»
desliza los mensajes del Archipreste.
El galán nocherniego pasa embozado
frente a la negra torre que al vulgo asombra,
y al fulgor de una lámpara mira espantado
del marqués hechicero vagar la sombra.
Librado a los destinos y a los azares,
de espaldas a la vida, de frente al cielo,
tiende Colón sus alas sobre los mares,
como un ave gigante que emprende el vuelo.