A Ulpiano Ros, en su búsqueda insomne.
I
Se apaga, envejecido,
el párpado de un dios
que en otro tiempo derrochaba ira.
Se arrepiente,
mendigo de sí mismo,
del antiguo vigor de su soberbia.
II
Ausencia sólo ofrezco a los humanos,
mi palabra no es luz: era vacuo lenguaje.
Soy un ilustre muerto
que se hospeda en la nada.
Mi primitivo ejército de ángeles
se degrada en saqueos;
mi voz se devalúa en los hogares
en otros tiempos fieles y felices…
III
Las manos de los huérfanos
emergen del vacío temblorosas y enfermas.
Dardos que hienden, rasgan, desmenuzan
el aspecto de penumbra
que esa muerte inaugura.
La divina renuncia es un velo que cae,
es un desvelo:
la hiedra en los altares, los iconos inertes,
la soledad del tiempo devastándolo todo.
IV
No guardan devoción las sacrílegas almas
bajo la inmensa cúpula del templo:
calladamente tiemblan como cirios.
No congregan su fe los pecadores
en rituales carentes de emoción
para elevar sus cánticos al cielo.
Audaces, de tan solos, nos hallamos:
nadie responde ya a la letanía,
ya nadie nos separa del abismo.
V
La génesis del mundo es una cueva
donde llueve el silencio:
el humo de los bosques es ceniza,
los pájaros se arrastran por el fango,
las noches se apoderan de la vida.
La horadan. Nos la devuelven ciega.
VI
No hay una dulce mano
que nos reparta el pan
en la tarde del sábado.
VII
Fue una larga enfermedad,
un fuego que colmaba la vida de los hombres
y mermaba su gozo: una llama incorpórea,
el balbuceo lento de unos dioses cansados.