Eres un brote más para la muerte,
qué esperabas de tu parva finitud.
Acéptalo. Contempla el rostro sin luz
que nada explicará porque es de piedra.
Resuelve la duda que atormenta
tus días, abrígate,
húndete en el turbio lamedal
que destruye tus noches, profiere
en alta voz
el ancestral gruñido que redima
a la especie o que la enfangue
para siempre.
Poemas de Alfredo Buxán
Vivir ha sido arduo. La lengua
de la angustia
como un áspid
sobre la piel enferma. Sobre la piel
que tiembla.
Contra esa turbiedad,
contra la árida rutina de ese légamo,
cada nueva palabra
es un diluvio de paciencia,
una semilla,
el resto de un juguete, un agua
de cristal
que disipa el veneno
y convierte la sed en una excusa
de la supervivencia.
A Enrique Fernández y Mayte Gómez
Porque no es bueno
confundir el aliento con el frío del alma,
ni es bueno que el hombre viva solo,
ni es amable la mesa arrinconada en el salón
con sólo un mustio plato en el mantel,
y las migajas.
La ceniza es un don, como el agua que fluye. Se detiene un instante en la tiniebla que habita las miradas. Arropa con su pátina, y apaga, la luz de los objetos. Hay un deleite imperceptible en esa fragilidad que va tejiendo ruina en nuestras vidas.
A Pedro García Batalla
Pasa la página final y se remueve.
Apoya el tomo, despacio, sobre la manta
que cubre sus rodillas.
Meditabundo,
mira las brasas de la hoguera
e incorpora su integridad al fuego, pone los ojos
en la llama que, al arder,
al unísono es y se consume.
¿Qué bien echas en falta si respiras,
si cuelga en tu mirada la memoria
de aquel fuego?
No todos tuvieron
en las manos la dádiva del gozo
que dejaste escapar, torpe mortal,
a sabiendas de que una vez tan sólo
apoya su tibieza en nuestra puerta.
Nada tienes que decir, después
de tantos años de inútiles esfuerzos
por nombrar lo indeciso.
Te ayudan a saberlo un puñado
de libros, la atroz benevolencia
que adiestra tu mirada,
los continuos achaques, la soledad
y los amigos.
Quizá haya para mí un lugar al sol,
un cubil de soledad donde extender,
como mantel de olor, el fluir de la duda.
Una sola palabra, un ademán, un rito
que diluya el murmullo del pavor
que se acrece por dentro y disminuye
la fuerza de los músculos, la sangre
ya gastada por el severo tránsito
que nos conduce, ciegos, de la vida
a la muerte, de la nada
a la nada.
Morir es un momento, lo demás un vacío
que colmamos de tiempo y de silencio. Vivir, en cambio,
es fácil: proseguir.
Esta severa duda que atraviesa los cuerpos.
Pisar la huella de otros pies sobre la grava,
aprender con certero dolor
el modo más sereno de enfrentar el instante:
desnudo y sin aullar, apegado a la paz
de quien conoce que no puede saber
porque es partícula y no germen, fragmento
en el espacio, mojada brizna que se extingue
y enmudece en silencio bajo el sol,
sobre la piedra casi eterna que lo acoge.
La silenciosa cosecha de todos estos años
se agosta en los cajones, envejece conmigo.
De tarde en tarde, mi mano se distrae
quitándoles el polvo a esos vestigios
de emoción
que se niegan a morir. Vuelven siempre,
sumisos, al anónimo reposo de la espera.
Llégate a mí, sombra segura, anuncia
la postrera conjunción. Polvo dócil seré en tu seno
infinito, mudo polvo. Acógeme: te esperaré sin pánico
en el umbral que elijas, te miraré a los ojos
con el temblor prendido en la humedad
del gesto.
A Félix del Olmo, in memoriam
Cede el cuerpo a la fuerza del sol sobre la arena, a la fatiga. Humilla mansamente la testuz ante el vilo de la vida y reclama inerme ruego exactitud, limpieza, brevedad.
Amaga su fulgor la luna sola.
De un tiempo a esta parte
el corazón elude, con astucia,
ese don de la tierra: el roce de los cuerpos.
A qué volver a mendigar
el fulgor inexperto de unos labios fértiles
pero inconstantes,
derrotados de antemano por la siega del tiempo.
Cuando por fin recuerda, sella el hombre
su borroso pasado, queda en vilo,
venera lo que fue cuando esperaba.
Es un hueso de ayer que cae al hueco.
Hundido, más que preso, en la fatiga
de estar vivo, sin haber hecho
otro merecimiento que señales de humo
desde el pozo,
sentirás descender sobre tu frente
la placentera humedad
de la indolencia, como si aceptaras
que la vida es un reflejo en el cristal,
un atisbo de música en la noche,
un movimiento
en el lindero del bosque que te hizo soñar
cuando eras niño,
un póstumo gorjeo que inaugura el silencio,
un fuego breve
que sin embargo sirve, lo mismo que un milagro,
para olvidar,
una vez y mil veces,
el subterráneo frío de la muerte.
Una lágrima cae
sobre la cal del suelo, arde
bajo mis pies, abrasa en soledad
mi soledad.
A Francisco Álvarez Velasco
Vencido por la erosión, conforme con el triunfo
de la edad, qué paradoja,
abrirá al azar (desvanecido ya el presagio
de una tarde tan triste) el viejo tomo
que arrastra a sus espaldas
veinte años de olvido.
A Ulpiano Ros, en su búsqueda insomne.
I
Se apaga, envejecido,
el párpado de un dios
que en otro tiempo derrochaba ira.
Se arrepiente,
mendigo de sí mismo,
del antiguo vigor de su soberbia.
En el borde de una tarde poco propicia
al escándalo de la mentira,
cuando nadie vigila los síntomas del tedio
que te cerca, entregado a la rumia
de una melancolía espesa y sin origen,
tu cuerpo se desvanece en el incierto placer
de deshojar el tiempo transcurrido.
Solamente es posible envejecer
lo mismo que la música, acorde
tras acorde hasta la nada, el éxtasis,
la cumbre. Queda la música
prendida en la conciencia
como lapa tenaz, como alfiler
de sombra, y nuestra cima
es el silencio, el inmóvil paisaje
de la muerte.
Porque el instante es todo, el beso
que se da es un lento disturbio,
un fantasma de ceniza:
si supiera durar sería fuego.
Anega en un frescor inesperado
la pasión de los amantes,
su ciega soledad.
Se disuelve sin más
y se nos muere
contra la fría losa de los labios.
Toma el cuerpo que se entrega a tu cuerpo
como si eterna fuera la pasión que esgrime.
Holla su carne hasta el abismo del clamor
porque nunca sabrás en qué grieta del bosque
culminará su tránsito, se hundirá tu pisada.
No temo el arraigo de la soledad
en el derrumbadero de las tardes,
ni el desvalimiento de la cólera
que destruye a traición nuestra esperanza,
ni el agudo entrechocar de la erosión
en la conciencia alerta de mis huesos,
sino tu eterna ausencia repentina,
más grave y más amarga que la muerte.
Alguien supo desde el primer momento
que sólo soy un muerto que ha venido
a aprender ese estupor,
un pobre muerto que no puede dormir,
un muerto
que ausculta con paciencia
la rumia de vivir.
Vana ambición,
sin duda, cuando la ejerce un muerto.
A Florentino González
Me he sentado frente al silencio
del atardecer -donde no llega
el graznido de la modernidad-
a indagar en el sentido de la vida,
a contemplar la belleza
de las piernas que pasan, distraídas,
por mi puerta, ajenas al alboroto que levantan.
A Paco Solano
Un tercio de siglo, si somos razonables,
apenas es un soplo. Sentado en una piedra,
pienso que soy un viejo y no siento
temor: miro a las nubes, solas, en lo alto
y el alma, según gime, se serena.