En el borde de una tarde poco propicia
al escándalo de la mentira,
cuando nadie vigila los síntomas del tedio
que te cerca, entregado a la rumia
de una melancolía espesa y sin origen,
tu cuerpo se desvanece en el incierto placer
de deshojar el tiempo transcurrido.
Abres tu corazón al reconocimiento del fracaso,
absorbes su enigmática dulzura,
dejas el hueso al aire
mientras hilvanas, hechizado,
un cigarro tras otro frente al papel en blanco
de las horas venideras, las más ruines.
Ni siquiera te concedes
la añagaza de la misericordia.
Insistes, con la solemnidad venial de la costumbre,
en la vieja manía adquirida en la infancia:
agregar el fulgor de lo sublime
a la rutina de los días,
hacer veraces las palabras
que han perdido prestigio entre los hombres.
Cede la tarde como el lento parpadeo del faro
en los veranos de tu memoria.
Te fascina
el vigor de su penumbra.
Todo cobra sentido bajo el manto que la niebla
derrama sobre el mundo. Sólo te resta
una humilde derrota que administrar en paz,
una vida sin brillo, un tranquilo vagar
hacia el edén del silencio
y un rescoldo de emoción,
casi una brasa: elegir
entre dos sueños paralelos,
dos aludes, dos fuegos apagados,
dos cuerpos de mujer en la aspereza de tu piel.
Como los dos labios muertos de la misma herida.