Los niños de Cartago andaban desnudos, pobrecitos,
igual que los niñitos de Oaxaca o de Guerrero,
como los niños sitiados en Ilión,
diez años los niños sitiados en Ilión
por no decir los demás los años de sitio y confinamiento
una acerada punta de venablo ha traspasado la frente
de un particular guerrero
que salió en sus alados caballos al mortal combate
y le ha roto las fuentes de la sangre interior,
ahora allá mana, ya no acá, mientras los niños juegan
a pesar de la guerra y de los interventores divinos
y procediendo en consecuencia
sólo les queda morirse de la risa a falta de otro modo
de expresar la atónita sorpresa
ante una prosa tan burda y descarnada
hasta que la pubertad, con su indiscreta sangre
los obliga a taparse para hacer su aparición
en vasos, platos, arcillas, terracotas y murales.
Por cierto, ahora que digo sangre,
a todos la sangre nos asalta con su inocultable sorpresa.
En una partición del mundo que jamás cicatriza
unas ven lo que otros ni remotamente atisban: sangre.
Esa sangre que acabará siendo nombre y será guerra
igual que es laberinto.
Sangre mujer
y sangre hombre.
Esa sangre.
Fluye como una palabra de consuelo, dicen,
como un desprendimiento de algo dichoso,
como una germinación ficticia que fuera
el tronar de la semilla jugando a estar madura,
tibia como la leche,
esa sangre,
eso dicen ahora.
Los niños de la colonia San Rafael perdonando la intromisión,
apunta el emisario
andan todos vestidos,
traen una coraza más recia que las de los guerreros;
la sangre de los niños de San Rafael
corre demasiado metida en venas muy ocultas.
Hasta que un día quiere salir
por el viril barullo atolondrado de sus fiestas
y se atora
si no tiene por dónde
por dónde quieres que salga
si nuestra sangre sólo sale por herida
cuyo destino sea la muerte
se encabrita,
se levanta,
remolida y estragada se revuelve en sí
y en su enredado andar dentro de sí misma
pierde todo sentido.
De modo que lo que le debemos a la sangre
lo ponemos en la cuenta de lo que la sangre
nos está debiendo.
Y mientras tanto, en ese remolino,
los niños de todos los tiempos y todos los lugares
esperan la embestida.
La sangre es más que toro,
más que estampida de furiosas bestias, peligrosa, duele.
Quién ha de saber lo que le espera
mientras está tranquilo creyendo que ser niño es excelente,
sin sospechar que luego la sangre habrá de separar
lo que es terrenal
de lo que sólo es vértigo y fracaso.
Por eso los niños de Cartago se ven tan azorados, pobrecitos.