Caballeros sentados en el éter
cantaban espasmódicas salmodias
y en el gusto y color de sus melodías
dibujábanse gréculas de suéter,
grequillas de zigzagues como el rayo,
cenefas que entreveran masallases,
columnatas, ribetes, antifaces,
hojitas de septiembre, enero y mayo.
Pensando entretener eternidades
que de tan largas les parecen colas
tocan piezas de antígüidas pianolas
y se aburren pensando obscenidades.
Hasta que uno discierne cosa plástica
y pide que les traigan a Rufino,
doce gordas, un buen cajón de vino,
mientras sus apetitos entusiasta mástica.
Pues todo lo que tenga que lo traiga,
dicen cautos comiéndose sus moles,
sentados la docena de apostoles,
convencidos del cielo, haiga o no haiga.
Llega entonces la Pérfida obediente,
la que todo lo cumple, hasta el capricho.
¡No me griten tan fuerte, les he dicho,
ni que tuviera el lóbulo caliente!
Y haciendo firulillas de caballo
bajóse hasta el panteón en cuyo seno
sirviéndole a la tierra de relleno
hallábanse los huesos de Tamayo.
Imposible llevarme las sandías
porque allá no ha de haber quien se las coma,
allá sólo meriendan el aroma
que queda en la memoria de sus días.
Ni tampoco llevarme tanto cuadro
con tantos infinitos encerrados
que allá no han de gustar ni alcaparrados.
Y como no soy ripio no les ladro.
Mejor he de llevarme a su señora
para que haga los cheques y los vales
y sepan los apóstoles cabales
quién fue en ese figón la contadora.
Llegados que se hallaron en el éter,
todos juntos con Olga y con Tamayo,
después de reponerse del desmayo,
armaron los apóstoles del suéter
un fiestón colosal, a todo méter.