Yo sé muy bien que un muerto no se da la vuelta ni
abre las manos, ni gira la cabeza para ver el otoño.
Lo sé, racionalmente, porque he visto a los muertos
con su anatomía parada y exprimida
y nadie viene nunca a verlos cómo crecen.
Y es que crecen a solas en el olvido de los hospitales,
dentro de esas auroras de acero a donde llegan para
pasar al frío eterno de los pobres.
Si no se les aplasta el algodón preciso en las fosas
nasales
y la espesa torcida de algodón en la boca,
y la larga del recto, y las otras distancias,
ellos suben y suben la vida como el musgo
y se agarran los ojos y vuelven a por aire.
Nada pasa en la muerte que no esté deslumbrado.
Nada que la agonía no viole, si uno escucha.
Se ve todo amarillo y dentro de la sábana se escu-
chan los sollozos de animales muy blancos.
-No importa que me crean. Yo sólo digo esto que
pasará a las manos de un muerto, como yo,
con las manos abiertas, que contemple este libro-.
Creciendo y respirando algunos dan la vuelta
y arañan y se comen la tela y los pulmones.
Pequeñas criaturas que despiertan del frío
y sufren en silencio porque no viene nadie.
¡Quién no ha entrado en el ruido de una madera rota,
del acero y el vaho que llega de la cámara!
Sólo nuestras lesiones no escuchan a los muertos
y ellos se desesperan, terriblemente móviles,
mojados, prisioneros, despiertos,
y se van…