Nada en común tenemos; sin embargo
te escucho emocionada;
va tejiendo la luna hebras sutiles
en su telar de plata.
Abre la noche su corola fresca,
húmeda y constelada
en el círculo inmenso del espacio…
Y las horas se paran.
Canta el viento andariego cantos locos
que aprendió en la montaña;
peina la cabellera de los pinos
y brinca entre las zarzas.
Los arrayanes florecidos sueltan
su más rica fragancia
y en la pelusa de los llanos verdes
las luciérnagas bailan.
Mientras hablas, escondo mi tristeza
y te escucho, callada.
Eres tan claro y tan sencillo, tienes
transparencia de agua.
Despliega la ilusión en tus pupilas
su red de luces mágicas
y en tus labios agita el beso tímido
alas atolondradas.
Adivino el impulso que sofocas.
¿Dijiste que me amabas?
¡Niño, qué mal comprendes el sentido
que encierra esa palabra!
Raíz que viene del profundo abismo
de las vidas pasadas,
con sus menudas flores de mentira
y sus frutas amargas.
Aún no miran tus ojos jubilosos
detrás de tu mirada;
se alcanza a ver el fondo de las cosas
después de muchas lágrimas.
¿Qué podría ofrecerte? ¿Qué sabrías
de mi pena apretada,
de mi amor mutilado y retorcido,
que sabrías de mi alma?
¿De mi canción que vuela hasta el lucero
y camina descalza?
¿De mi sed de belleza? ¿De mi ensueño
que me duele y me salva?
Nada entiendes de mí. Sólo me quieres.
Me codicias por rara.
¡Juventud delirante que desea
siempre lo que no alcanza!
Deleita tu palabra de ternura
en mi oído enredada
y la quietud de seda que nos une
cuando tu voz se calla.
Quisiera florecer en esta noche,
reír con risa franca,
abrir los brazos a la dulce vida
y encender mi esperanza.
Pero ya ves, tú empiezas el camino,
yo regreso cansada;
y dolores y sombras y recuerdos,
me persiguen y atajan.
La verdad en voz baja:
Por eso el quieto corazón te dice
Nada en común tenemos. El encanto
de esta noche no basta.