Entre la espuma y la marea
se levanta su espalda
cuando la tarde ya
iba cayendo sola.
Tuve sus ojos negros, como hierbas,
entre las conchas brunas del Pacífico.
Tuve sus labios finos
como una sal hervida en las arenas.
Entre la espuma y la marea
se levanta su espalda
cuando la tarde ya
iba cayendo sola.
Tuve sus ojos negros, como hierbas,
entre las conchas brunas del Pacífico.
Tuve sus labios finos
como una sal hervida en las arenas.
Todavía despoblada,
brillando en el corazón sin habla
de la peregrina,
entro hacia tus corrientes
sumida por ahora bajo las presiones
de un golfo mudo
que toca el fondo de las islas.
Un mono pequeñito
asoma sus ojazos de lechuza intranquila
y acecha en la penumbra la sombra de la Reina;
monito vivaz
como un colibrí chiapaneco.
Suelta mi trenza
para que dance
en el mojado viento…
Vuela, bailotea,
con asustadas alas
y al revolotear
revela su origen africano.
Mi cabellera crespa
trae un furor,
un oleaje,
un ancestro
que viene desde lejos.
Cuando miro hacia atrás
y veo tantos negros,
cuando miro hacia arriba
o hacia abajo
y son negros los que veo
qué alegría vernos tantos
cuántos;
y por ahí nos llaman ‘minorías’
y sin embargo
nos sigo viendo
Esto es lo que dignifica nuestra lucha
ir por el mundo y seguirnos viendo,
en Universidades y Favelas
en Subterráneos y Rascacielos,
entre giros y mutaciones
barriendo mierda
pariendo versos.
El frío cala los pies
y esta premura de la rosa
nos conmueve, al nacer.
Estamos en una presa de trentaidós kilómetros
y los papeles del universo giran
ante esas hojas de flamboyán
que dan sombra en verano.
Los enamorados se tumban en el sol
sobre el suelo de un yate,
mientras respiran con válvulas mojadas
por el soplo del mar
que viene del Sur.
Camino sobre el río.
La luz del sol alumbra suavemente.
Mecida por un haz de extrañas flores,
lianas, peces y algas, voy bogando.
Una fuerza me empuja y no lo sé.
Un marino de cobre me contempla desnudo.
Mecido por un haz de extrañas flores,
voy bogando entre peces, lianas y algas.
Mi madre no tuvo jardín
sino islas acantiladas
flotando, bajo el sol,
en sus corales delicados.
No hubo una rama limpia
en su pupila sino muchos garrotes.
Qué tiempo aquel cuando corría, descalza,
sobre la cal de los orfelinatos
y no sabía reir
y podía siquiera mirar el horizonte.
Nada más que una marimba,
un guasá, un bombo
y la astilla de un grito
para poner el cielo
al nivel de mis pies.
Sube un temblor
asentado
en la raíz misma
de mi ancestro.
Los ojos de Abel Santamaría
están en el jardín.
Mi hermano duerme bajo las semillas.
Santiago alumbra
las frescura del tiempo
que nos tocó vivir.
Un niño baila
el dulce aire de julio
en la montaña.
Alguien escucha su canción
bajo el estruedo puro
de una rosa.