Algunos de los poetas se echaron a la calle, invadieron los parques y engañaron con versos y con pan a las palomas.
Se establecieron silenciosos en todas las esquinas, allí donde se acaban los oficios diarios y la melancolía
se apodera de las manos, del dorso de la mano sobre todo, del perfil de la boca.
Era muy fácil confundirlos con el escaparate de una papelería «liquidación por cambio de negocio», con la vieja casa
siempre en obras, de la que huye el corazón en cuanto puede, convertido en un mueble desgastado, en un espejo
ya irrecuperable para risa de niña, o en un par de zapatos que olvidaron correr antes del tiempo de la muerte.
Pasaban desmayados por un resto de luz, por la veta del mármol, bajo la marquesina dibujada sobre la que se refugiaron,
hartas de engaño y tristes, las palomas.
Siguieron en la calle hasta que el nuevo día los convirtió en un cierre de persiana.