Nuestros padres dijeron que iban a salir, y que fuéramos nosotras a pasar el día a casa de la abuela; iba a pedir que no, pero, no pude. Tomamos el jardín que partía el plantío. Eran las nueve de la mañana; el sol centelleaba; las flores eran todas rosas y lirios; los lirios eran todos blancos; pero, algunos tenían una marca rosada en el medio, y las rosas eran rojas, blancas, amarillas, de todos los colores, color dalia, color leche; había tantas que parecía que no había ninguna. Mi hermana corría y jugaba, siempre detrás de mí. Pero, cuando llegamos a la línea divisoria, me detuve; la antigua fiebre reapareció de nuevo, el escalofrío; vi los días futuros en que otra vez, tendría que beber cremas, soñar cosas monstruosas, e iba a avanzar la maestra diciendo que, así, yo nunca asistiría a clase, que… Nada dije; seguí envuelta en llamas. Cuando apareció la otra casa, vi la cocina negra donde se trasformaban tantas cosas, los cuadros plateados, entré dura y oscura como una vara, besé, de lejos, a los familiares; la abuela vino con un platito de maíz y una paloma y siguió tras de mi hermana.
Me decidí lentamente, velozmente recordé a aquellas plantas que conservaban rostros y alas como si fueran santos o pájaros. Avancé con los ojos cerrados, bien abiertos; corrí, no por retroceder.
Me agarré a la primera hoja que se me tendió; los pies empezaron a hundirse; entonces todo fue más veloz, se me cayó la túnica, las hojas crecían con rapidez.
Yo ya era una rama, una retama; vi que casi, era, ya, una rosa. El viento me mecía suavemente. Pero, a la vez estaba bien fijada a la tierra.
Así fue que morí de niña en aquel misterioso lugar de la huerta.