En el agua
te he visto.
En el cielo.
En el viento
te he visto.
Y en las grandes
multitudes.
Con mis labios
te he cubierto
de otros labios.
Y te he perpetuado
en los profundos
ojos de mis hijos.
En todas partes
he puesto
mi nombre
junto al tuyo.
En los árboles
y en los veranos
que llegan después
hasta las hojas.
Bajo los puentes
con los ríos
que se van
y ya no regresan
nunca más
al mismo sitio.
En el gallo blanco
de la nieve
que solía
cantar de pie,
con el alba
en el pico,
todos los días
del invierno
en mi simple
cabellera.
En los ojos
que alzan todavía
para mi
la suavidad
de su lenguaje
celeste,
y que también
te nombran
cuando de mi
platican
con los astros.
Yen la ceniza
de las calles
sin nadie.
a media tarde
de la noche.
En mi coñac,
grande y hermoso
como el alma
del fuego.
Yen las alas
del pájaro
que vuela.
En todas partes,
tu nombre.
tu gesto de gallarda
existencia, ronco y duro.
Y nunca,
en ningún sitio,
de ti una alegría en común.
Lo sé, y no lo digas,
que ya es amargo
el sabor de un hijo
triste.
Es cierto,
no se puede exigir
un gesto de felicidad
de una madre que sufre.
Tú lo sabes,
y yo también,
en esta noche de otoño
que te amo, dulce patria,
viendo también lo triste
que son las aguas
del famoso Danubio.