Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Poemas de Olga Orozco
El tribunal es alto, final y sin fronteras.
Sensible a las variaciones del azar como la nube o como el fuego,
registra cada trazo que se inscribe sobre los territorios insomnes
(del destino.
De un margen de la noche a otro confín, del permiso a la culpa,
dibujo con mi propia trayectoria la escritura fatal, el ciego testimonio.
No con lechos viscosos ni con instrumentales de tortura,
no con esas aviesas escaleras que te devuelven siempre
al enemigo prometido,
ni con falsos paneles ni laberintos circulares,
y aun menos con la llama inextinguible que te devora
y te preserva indemne
-¡ah la intolerable prestidigitación del escarmiento!-,
sino con aquel día que se adhirió a la dicha como un
color, como una enredadera,
fabricaste tu infierno.
Más borroso que un velo tramado por la lluvia sobre los ojos de la lejanía,
confuso como un fardo,
errante como un médano indeciso en la tierra de nadie,
sin rasgos, sin consistencia, sin asas ni molduras,
así era tu porvenir visto desde las instantáneas rendijas del pasado.
Son apenas dos piedras.
Nada más que dos piedras sin inscripción alguna,
recogidas un día para ser sólo piedras en el altar de la memoria.
Aun menos que reliquias, que testigos inermes hasta el juicio final.
Rodaron hasta mí desde las dos vertientes de mi genealogía,
más remotas que lapas adheridas a ciegas a la prescindencia y al sopor.
Me encojo en mi guarida; me atrinchero en mis precarios
bienes.
Yo, que aspiraba a ser arrebatada en plena juventud por un
huracán de fuego
antes de convertirme en un bostezo en la boca del tiempo,
me resisto a morir.
Si la casualidad es la más empeñosa jugada del destino,
alguna vez podremos interrogar con causa a esas escoltas de genealogías
que tendieron un puente desde tu desamparo hasta mi exilio
y cerraron de golpe las bocas del azar.
Cambiaremos panteras de diamante por abuelas de trébol,
dioses egipcios por profetas ciegos,
garra tenaz por mano sin descuido,
hasta encontrar las puntas secretas del ovillo que devanamos juntas
y fue nuestro pequeño sol de cada día.
Aún conservas intacta, memoriosa,
la marca de un antiguo sacramento bajo tu paladar:
tu sello de elegida, tu plenilunio oscuro,
la negra sal del negro escarabajo con el que bautizaron tu linaje sagrado
y que llevas, sin duda, de peregrinación en peregrinación.
Se descolgó el silencio,
sus atroces membranas desplegadas como las de un
murciélago anterior al diluvio,
su canto como el cuervo de la negación.
Tu boca ya no acierta su alimento.
Se te desencajaron las mandíbulas
igual que las mitades de una cápsula inepta para
encerrar la almendra del destino.
No es en este volcán que hay debajo de mi lengua falaz
donde te busco,
ni es esta espuma azul que hierve y cristaliza en mi
cabeza,
sino en esas regiones que cambian de lugar cuando se
nombran,
como el secreto yo
y las indescifrables colonias de otro mundo.
Lejos,
de corazón en corazón,
más allá de la copa de niebla que me aspira desde el fondo
del vértigo,
siento el redoble con que me convocan a la tierra de nadie.
(¿Quién se levanta en mí?
¿Quién se alza del sitial de su agonía, de su estera de zarzas,
y camina con la memoria de mi pie?)
Dejo mi cuerpo a solas igual que una armadura de intemperie
hacia adentro
y depongo mi nombre como un arma que solamente hiere.
Será cuando el misterio de la sombra,
piadosa madre de mi cuerpo, haya pasado;
cuando las angustiadas palomas, mis amigas, no repitan
por mí su vuelo funerario;
cuando el último brillo de mi boca se apague duramente,
sin orgullo;
mucho después del llanto de la muerte.
En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta,
aquella que no abriste
y que arroja su sombra de guardiana implacable en el
revés de todo tu destino.
Es tan sólo una puerta clausurada en nombre del azar,
pero tiene el color de la inclemencia
y semeja una lápida donde se inscribe a cada paso lo
imposible.
Vete, día maldito;
guarda bajo tus párpados de yeso la mirada de lobo
que me olvida mejor;
camina sobre mí con tu paso salvaje, simulando un
desierto entre el hambre y la sed,
para que todos crean que no estoy,
que soy una señal de adiós sobre las piedras;
cierra de para en par, lejos de mí, tus fauces sin crueldad
y sin misericordia,
como si fuera ya la invulnerable,
aquella que sin pena puede probarse ya los gestos de
los otros;
y tiéndete a dormir, bajo la ciega lona de los siglos,
el sueño en que me arrojas desde ayer a mañana:
esta escarcha que corre por mi cara.
Como una grieta falaz en la apariencia de la roca, como un
sello traidor fraguado por la malicia de la carne, esta boca
que se abre inexplicable en pleno rostro es un destello ape-
nas de mi abismo interior, una pálida muestra de sucesivas
fauces al acecho de un trozo de incorporable eternidad.
Es angosta la puerta
y acaso la custodien negros perros hambrientos y
guardias como perros,
por más que no se vea sino el espacio alado,
tal vez la muestra en blanco de una vertiginosa dentellada.
Es estrecha e incierta y me corta el camino que promete
con cada bienvenida,
con cada centelleo de la anunciación.
Aquí hay un tibio lecho de perdón y condenas
-injurias del amor-
para la insomne rebeldía del Pródigo.
Sí. Otra vez como antaño alguien se sobrecoge cuando
la soledad asciende con un canto radiante
por los muros,
y el aliento remoto de lo desconocido le recorre la piel
lo mismo que la cresta de una ola salvaje.
Es este aquel que amabas.
A este rostro falaz que burla su modelo en la leyenda,
a estos ojos innobles que miden la ventaja de haber volcado
(a ciegas tu destino,
a estas manos mezquinas que apuestan a pura tierra su ganancia,
consagraste los años del pesar y de la espera.
Estos son mis dos pies, mi error de nacimiento,
mi condena visible a volver a caer una vez más bajo las
(implacables ruedas del zodíaco,
si no logran volar.
No son bases del templo ni piedras del hogar.
Apenas si dos pies, anfibios, enigmáticos,
remotos como dos serafines mutilados por la desgarradura
(del camino.
No, ninguna caída logró trocarse en ruinas
porque yo alcé la torre con ascuas arrancadas de cada
infierno del corazón.
Tampoco ningún tiempo pronunció ningún nombre
con su boca de arena
porque de grada en grada un lenguaje de fuego los levantó
hasta el cielo.
a Valerio
-¡Ya se fue! ¡Ya se fue! se queja la torcaza.
Y el lamento se expande de hoja en hoja,
de temblor en temblor, de transparencia en transparencia,
hasta envolver en negra desolación el plumaje del mundo.
-¡Ya se fue!
Me clausuran en mí.
Me dividen en dos.
Me engendran cada día en la paciencia
y en un negro organismo que ruge como el mar.
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada
lado:
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la
furia a solas,
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes
manadas.
Ésa es tu pena.
Tiene la forma de un cristal de nieve que no podría existir si no existieras
y el perfume del viento que acarició el plumaje de los amaneceres
que no vuelven.
Colócala a la altura de tus ojos
y mira cómo irradia con un fulgor azul de fondo de leyenda,
o rojizo, como vitral de insomnio ensangrentado por el adiós de los amantes,
o dorado, semejante a un letárgico brebaje que sorbieron los ángeles.
Una mano, dos manos. Nada más.
Todavía me duelen las manos que me faltan,
esas que se quedaron adheridas a la barca fantasma que me trajo
y sacuden la costa con golpes de tambor,
con puñados de arena contra el agua de migraciones y nostalgias.
En un país que amaba ya estará anocheciendo.
Coronados por sus mustias guirnaldas,
esos pequeños seres creados cuando la oscuridad
vuelven a poblar con sus tiernas músicas,
a golpear con sus manos de brillantes estíos
ese rincón natal de mi melancolía.
Oye ladrar los perros que indagan el linaje de las
sombras,
óyelos desgarrar la tela del presagio.
Escucha. Alguien avanza
y las maderas crujen debajo de tus pies como si
huyeras sin cesar y sin cesar llegaras.
Tú sellaste las puertas con tu nombre inscripto en
las cenizas de ayer y de mañana.
Temible y aguardada como la muerte misma
se levanta la casa.
No será necesario que llamemos con todas nuestras lágrimas.
Nada. Ni el sueño, ni siquiera la lámpara.
Porque día tras día
aquellos que vivieron en nosotros un llanto contenido hasta palidecer
han partido,
y su leve ademán ha despertado una edad sepultada,
todo el amor de las antiguas cosas a las que acaso dimos, sin saberlo,
la duración exacta de la vida.
He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la
lluvia,
lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso
de la piel del lagarto,
inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz
de alguna lágrima;
arena sin pisadas en todas las memorias.
¡Tanto esplendor en este día!
¡Tanto esplendor inútil, vacío, traicionado!
¿Y quién te dijo acaso que vendrían por ti días dorados
(en años venideros?
Días que dicen sí, como luces que zumban, como lluvias sagradas.
¿Acaso bajó el ángel a prometerte un venturoso exilio?
He visto a la dicha perderse gritando por un umbrío y
solitario bosque,
donde el último día pasaba, silencioso,
olvidando a los hombres como a gastadas hojas que
una lenta estación sostiene todavía.
Nunca más, desdeñosa entre las tardes, su máscra
dorada,
las luminosas manos conduciendo los sueños a un
sediento vivir,
el fugitivo manto,
su reflejo engañoso entre la hiedra que los recuerdos
guardan como un reino perdido.
Ella está sumergida en su ventana
contemplando las brasas del anochecer, posible todavía.
Todo fue consumado en su destino, definitivamente inalterable desde ahora
como el mar en un cuadro,
y sin embargo el cielo continúa pasando con sus angelicales procesiones.
Ningún pato salvaje interrumpió su vuelo hacia el oeste;
allá lejos seguirán floreciendo los ciruelos, blancos, como si nada,
y alguien en cualquier parte levantará su casa
sobre el polvo y el humo de otra casa.
¿Dónde oculta el peligro sus lobos amarillos?
No hay ni siquiera un pliegue en la corriente inmóvil que
tapiza este día;
ni un zarpazo fugaz contra el manso ensimismamiento de las
cosas.
Ninguna dentellada;
nada que abra una brecha en estas superficies que proclaman
su lugar en el mundo:
mis dominios inmunes,
mi pequeña certeza cotidiana frente a las invasiones de la
oscuridad.
(A A.Pizarnik)
Pequeña centinela,
caes una vez más por la ranura de la noche
sin más armas que los ojos abiertos y el terror
contra los invasores insolubles en el papel en blanco.
Ellos eran legión.
Legión encarnizada era su nombre
y se multiplicaban a medida que tú te destejías hasta el último hilván,
arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada.
He acumulado días y noches con amor, con paciencia
??ah, con ira también, un resplandor de tigres en la oscura desdicha??;
los he petrificado alrededor del sitio donde habito,
que no es más que una pálida espesura en medio de la
enrarecida vastedad,
una exigua sustancia expuesta a los pillajes y a la furia desatada
del tiempo.
Ahora
desde tu ahora estarás viendo
bajo esta misma lluvia las lluvias del diluvio
y aquellas que lavaron las rosas avegonzadas de Caldea
o las que se escurrieron desde el altar del druida hasta el cadalso
y fueron a susurrar sobre una tumba hostil en la espinosa Patagonia,
y también las azules, las prodigiosas narradoras,
las que te prometían un milagro cuando aún eras visible.
Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio.
Son menos que las últimas borras de un color, que un suspiro en la hierba;
fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que fueron.