Nació una flor al pie de unas
ruinas donde no la vio nadie:
el sol no más, desde su eterna altura,
supo que aquella flor vivió una tarde.
Así fue mi destino; vegetando
en la aridez de amargas soledades,
oculta en su dolor, vive mi alma.
Nació una flor al pie de unas
ruinas donde no la vio nadie:
el sol no más, desde su eterna altura,
supo que aquella flor vivió una tarde.
Así fue mi destino; vegetando
en la aridez de amargas soledades,
oculta en su dolor, vive mi alma.
La barcarola de Los Cuentos de Hoffmann:
sólo esta melodía quedó en la memoria del viajero
cuando echó a andar sin más finalidad que sacudirse
el tedio de estar vivo.
Luego de recorrido paso a paso
el gran bosque de ciervos que va de Alaska a Punta del Este,
con su bastón de fibra
y con el gran sombrero tejido a ciegas por indios
los dedos iluminados por rayos puros de luna bajo el río,
decidió concentrar su viaje sobre castillos y bellas estatuas,
y emprendió, así, la última etapa de su peregrinar,
que consistía, y consiste todavía –porque el viajero
ni ha terminado de andar, ni conoce el cansancio o el sueño-
en ir y volver a pie, incesantemente,
desde Lisboa hasta Varsovia, y desde Varsovia hasta Lisboa,
silbando la Barcarola de Los Cuentos de Hoffmann.
La raza de Saturno, derribada
por el ligero soplo de una idea,
baja a morar sobre la triste Gea,
en una lamentable desbandada.
Con su atributo y distintivo, cada
dios osa abrir nueva pelea;
y mueve la dolosa contra-idea,
penetrante y sutil como una espada.
Dormida esta la ciudad,
bajo los limpios reflejos
de una luna sin mancilla
en un nacarado cielo.
Allá lejos zumba el mar;
acá suspira el misterio
y en las hebras de la luz
flota en su hamaca el silencio.
¡Ololoi!…
Para Américo Lugo
Yo, que conservo con vista anodina,
cual si fuesen pasajes de China…
tú, prudencia, que hables muy quedo,
y te abstienes, zebrada de miedo;
tú, pereza, que el alma te dejas
en un plato de chatas lentejas;
tú, apatía, rendida en tu empeño
por el mal africano del sueño;
y ¡oh tú, laxo no importa!
Mientras combate hermano contra hermano,
la savia tropical fecunda amores,
y cuaja frutos y burila flores,
sin aprensión de invierno ni verano.
Mientras riega la sangre loma y llano,
espíranse de valles y de alcores
voluptuosos arrullos gemidores
que no interrumpe el grito del milano.
¡Así es mejor!-Porque de ti atraído
con ímpetu febril, te amo de veras;
por eso no te he dicho que te amo;
y aún pesárame hermosa que lo sepas.
Por eso no he venido a deshacerme
en ruego vil ni en desmayada queja,
porque temo, no tanto tus desdenes,
como tu blanda y fiel correspondencia.
Habían hecho la jornada
a lo que fue la Isabela,
con la unción del mahometano
que camina hacia la Meca.
Viejo propósito ha sido;
concierto que desde Iberia
formaron, y cumplen hoy
como devota promesa.
Vienen a ver los lugares
en que sus deudos murieron,
bajo el yugo abrumador
de ocupaciones plebeyas.
Pocas cosas
más elocuentes que los silencios de las gárgolas,
cuando las noticias meteorológicas
confirman una tendencia imparable
de fatuos relámpagos,
si flamean las rodillas y la lengua demanda peces,
pues no es extraño que sean
otros labios cercanos
quienes cultiven la semilla robada a la noche,
su madurez preinstalada
como voz que rebota por dentro
-aún lectora tardía-,
y sale al paso del trueno
o crece en elasticidad.
Lo mires por donde lo mires
el fenómeno es siempre el mismo:
muros ante la soledad
que corren riesgo de hundimiento
en los días plañideros.
Ruina, araña y polvo.
Noches trazadas con líneas borrachas,
en las maderas que sopesan
lo ofrecido con lo tomado
y velan.
Pues tal vez
todo resulte,
sencillamente,
un inmenso malentendido lírico.
Gracias a la generosidad de la lluvia
has mesurado esta tarde
los extremos recónditos del jardín:
un fotograma en blanco y negro. Lentitud
que ennoblece la llanura del plano
y te convoca a la calidez
de otra historia, reduciéndolo todo
a su última pasión nefanda.
Es en la pureza,
en la vecindad botánica de las palmeras enanas donde
invocas difusos conflictos con la métrica y las formas
académicamente perfectas.
En la cuerda floja del equilibrista,
donde se juegan el sueño los ángeles
disipados en humo y cenizas exteriores.
Un buen día, las cosas
se fueron por otros derroteros,
y el vientre se te quedó
tapizado de polvo y de desidia.
Las circunstancias que envolvieron
tu embelesamiento
te colocan en el umbral de un prodigioso
y complejo retablo, donde las palabras
curan la pasión
como cualquier otra deformación profesional.
Profanas candelas te conducen
permanentemente a callejones sin salida,
huecos donde pierden el perfil las caricias
y la sombra aborrece la salada fluidez
de la almendra.
Básicamente
es el viento quien esta tarde
pone el dedo en la llaga,
consciente
de su poder evocador de bramidos y naufragios,
cuando empieza a narcotizarte
la rutina, y los sonetos
no aportan un grano de arena al espejo
que se encorva al final del pasillo.
Ya no vale la excusa del perfil abierto
para sepultar la carne arracimada,
ni someterse al ritual
salvaje de las evidencias.
Sobre todo cuando es ocioso
cumplimentar los expedientes de crisis
en la mañana intacta,
y el escorzo infantil con que olvidar
la nieve se te ha quedado solo
en el bolsillo.
Solemne desgranas
la contenida fascinación por las sombras, racimos,
que jamás serán capaces de apresar
el infortunio del otoño,
el himno tan guardado.
Banderas recónditas, pero implacables,
que abren las ventanas de par en par
y establecen un contrapunto de delicadeza
y malicia.
Someramente
queda devastada y amarga la memoria
como el interior de una flor
donde un sátiro
ha descubierto los rápidos pespuntes del agua.
Un silencio dramático
camina por los vasos comunicantes del exterminio,
por los senderos
donde nuevos amantes desarrollan
su lenguaje de ruina, escarnio y trance.
Es preciso romper
el tabú de la intangibilidad de la poesía,
ungir con óleo amarillento
sus llagas tendidas, inmediatas,
y que cese el goteo de las horas
en el patio.
Versos
entendidos como un arte de seducción
indisoluble de sus paisajes, extraviados
por el mapamundi de los acontecimientos.
Nada, o muy poco,
trae consigo esta lluvia.
Un almanaque
de recuerdos que has logrado convocar, envilecido,
en lo magnético y lo geométrico
del pequeño jardín,
bien medido, bien rimado.
(Cada teoría tiene
su arquetipo,
al que presta su justa encarnadura la fatiga,
la ebriedad,
el terciopelo
de algunas rosas).
Al cabo de los años
seres milagrosos e inexplicables
se te han hospedado en la memoria,
más allá de las apariencias,
más allá de las convenciones sociales.
Ellos son, a menudo,
el fondo mismo de «los inconvenientes»,
los álamos que han dejado
su pompa y su circunstancia al margen
y te inyectan el deseo
de inmortalizar los viejos héroes
del día.
Poco a poco
has tenido que ceder a la tentación de los recuerdos,
a la tenue posibilidad de huir y revelarte
con alguna garantía de éxito.
Éxito
para sacudir el árbol veneciano
de la pasión que engendra la armonía,
la combinación nómada de las rosas,
la cristalización de una época;
en cierto modo,
un baile de palabras,
un juego de labios,
prácticamente nada.
Instalado en vivencias «ex aequo»,
juras
y perjuras
no dejarte llevar por un entusiasmo
demasiado radical.
El descenso hacia los fondos del abismo arrastra
el hollín, el nácar y la blonda
de aquellos valores del pasado.
(La belleza olvidada en alguna estación).
Obligados a abandonar
muchos sueños ya rotos para siempre,
con rotunda claridad,
velan los ojos.
Prácticamente
sólo se ha quedado la playa con un catálogo
de aves y castillos,
por el que la lluvia estaría
encantada de ofrecer una considerable recompensa.
Puestos a desmitificar
los elementos románticos que acompañaron
aquella pequeña historia,
deberías obligarte a vaciar de recuerdos
las calles sombreadas por la lluvia
y el cansancio.
Libre al fin
de la tarea harto fatigosa
de encajar perfectamente en los axiomas aprendidos,
sometido al número siete,
palpita muy cálido el corazón.
No pegas ojo,
ni te internas en galerías
de lunáticos minotauros.
La vista reposa en los planos de color
como en los descansillos de una escalera,
y se reúne, con las demás flores en el patio,
fino igual que una puntada.
Como continentes inexplorados,
transfigurados por la mirada,
los ojos visten, hasta el infinito,
la dialéctica desnuda
de la nostalgia.
Embates de deseo que a veces te acercan
al borde de la sima,
a esa pulpa iluminada donde resucitan
los temblores más inverosímiles.
Lo fácil es establecer comparaciones
con el emboscado silencio.
El silencio
no es cosa de esquivar en los labios,
como ríos que vienen de la cima del mundo.
Lo fácil es abandonarse
a ese instante, mortal
en el templo de la carne,
que te acaricia con sus párpados
y te crucifica con su cereal hermoso.
Reeducas la mirada y te aproximas
a lo que significan
los reflejos del sol sobre el trapecio.
Mirada
de testigo directo,
que no se atreve a recortar una realidad
deliberadamente contenida en las llamas de marzo,
su inclinación revolucionaria.
Vuelves, más que nada,
para continuar, inexorable, esta cabalgata
de silencio y polvo,
de memoria y laberinto.
Ciclos donde el tiempo
corre en sentido contrario
y las manecillas del reloj son la lógica invención
de un sueño sin ataduras.