Tus cabellos se debaten
en lucha fatal con el viento.
Yo los podo si admirarlos
puedo sin cogerlos.
Participas, asimismo,
de la verticalidad desordenada
de mis pelos.
Todo ello nos hace ver el mundo
como nuestro.
Tus cabellos se debaten
en lucha fatal con el viento.
Yo los podo si admirarlos
puedo sin cogerlos.
Participas, asimismo,
de la verticalidad desordenada
de mis pelos.
Todo ello nos hace ver el mundo
como nuestro.
Vamos, mujer,
dime que mi gusto
se perdió,
que soy mayor
desastre y que no tengo
porvenir, ni empleo bueno,
ni coche -sólo un triste
bonobús-, ni patria,
ni raíces, ni orgullo
ni ropa, ni dinero
ni ambición.
¿Qué importa que ligera
la edad, huyendo en presuroso paso,
mi vida abrevie en la callada huida,
si cobro nueva vida
cuando en las llamas de tu amor me abraso,
y logro renacer entre su hoguera,
como el ave al sol, que vida espera?
Al crepúsculo de la última edad de hielo
quise ir lejos de los límites,
y reunir la quietud,
lo pacífico
en la soledad de un tiempo inexpugnable.
Eso era.
Cogido por vientos contrarios,
necesité asilos
por ocasionales y precarios que ellos fuesen.
Se trataba de invernar,
de pulsar las leyes del frío;
de escrutar la indigencia en la medianoche del mundo;
de buscar huellas de dioses
ahí donde la huella de las huellas
se ha perdido.
Se trataba de la compleja red de circunstancias
y menudos azares
que calibran la temperatura del Planeta,
mi temperatura,
nuestro propio clima interior.
Bendíceme, Madre,
azulada nieve de cada día.
Amanéceme
y fecunda el olvidado dintel de la ventana
de este mundo.
Y junto al fuego frío,
bendice este incendio infinito.
En el principio
fue la luz o el hielo.
Sólo después amaneció la nieve.
Y durante millares de años,
sin prisa,
con controlada paciencia.
Como acogemos a un ser
largamente esperado,
un copo de nieve
hospedó a otro.
La infinita descomposición de la luz
en la cristalería del hielo.
Barcos cargados de arcoiris
y navegaciones
en las que cualquier oro era nada.
Como esas rorantes matas de zarzaparrilla
con sus rútilas gotas de sangre
sobre la nieve más sana,
más pura,
en el último rincón
de la huerta más austral del universo.
¿Que el universo no sería infinito?
¿Termina el infinito?
¿Y la gravedad de todas las masas
también es infinita ?
¿El cielo ardería en infinita luz ?
Pero,
¿Es mar allá ?
¿Un acuario de peces,
de ballenas, y medusas ángeles ?
La nieve con su frágil geografía,
sus suaves formas
y sus terribles miradas mitológicas.
Con sus estalactitas de aliento congelado,
sus cuernos, sus fauces,
sus barbas de chivo trágico
y sus alas de ávido halcón helado.
Es la nieve sobre los vastos desiertos
de las cacerías y hogueras contemporáneas.
La noche,
como finísimo granado,
madura en la lejana nieve azul.
Como niña perdida en los parques,
la noche canta con sus marineros a bordo del mundo.
Y un enigma de astros
corea la arquitectura sideral.
Noche vasta y hermosa.
Ni Salomón
ni las joyerías más célebres de este mundo,
podrán lucir jamás una pedrería,
un vestido, un diamante más fino
que este movimiento de inútiles estrellas.
Constelaciones giratorias
danzan luminosas en torno a la Blancura
que, como un racimo de nieve,
pende de marítimos
soles galácticos:
Cruz del Sur, Hidra, Orión
titilan cerca de la Distancia Pura.
Como los alacalufes ya no cazan,
los perros inseparables trabajadores
en la captura de la nutria- participan
de la miseria general. ¡Polícía de aseo
de los excrementos!
No tardan en morir de inanición.
Tristísimo verlos agonizando
en el barro; pelados, descarnados,
despedazados vivos por sus congéneres.
Ni dalias, ni cactus,
ni avellanos. Ni el aroma del ciprés.
Tampoco la frescura del álamo.
Sólo
silbos de pájaros cordiales, alturas
vegetales que oran en silencio
y huellas de seres distantes como
barcos.
Ahí, padres,
hubo la aritmética del mar,
la astrología del miedo
y bramidos de guerra en la telegrafía
irremediable de la noche.
Cuando terminó su prédica John
Lawrence, vino a mí una yámana
y me habló:
Todo esto
ya nos lo había dicho Watauinewa Sef,
El Eterno en el Espacio de Arriba.
Él observa nuestros actos:
Que cada cual trabaje con esmero,
que nadie robe al otro,
que cada uno se conduzca
como es la buena costumbre de los yámanas.
Señor, matadme, si queréis.
(Pero, señor, ¡no me matéis!)
Señor dios, por el sol sonoro,
por la mariposa de oro,
por la rosa con el lucero,
los corretines del sendero,
por el pecho del ruiseñor,
por los naranjales en flor,
por la perlería del río,
por el lento pinar umbrío,
por los recientes labios rojos
de ella y por sus grandes ojos…
¡Señor, Señor, no me matéis!
¡Venid, siglos venideros,
tened! Y ahora, huid, volad,
que ya os volveré a cojer
antes de vuestro final.
Quisiera que mi vida
se cayera en la muerte,
como este chorro alto de agua bella
en el agua tendida matinal;
ondulado, brillante, sensual, alegre,
con todo el mundo diluido en él,
en gracia nítida y feliz.
¿Qué me copiaste en ti,
que cuando falta en mí
la imagen de la cima,
corro a mirarme en ti?
En el balcón, un instante
nos quedamos los dos solos.
Desde la dulce mañana
de aquel día, éramos novios.
«El paisaje soñoliento
dormía sus vagos tonos,
bajo el cielo gris y rosa
del crepúsculo de otoño.»
Le dije que iba a besarla;
bajó, serena, los ojos
y me ofreció sus mejillas,
como quien pierde un tesoro.
¡Su desnudez y el mar!
Ya están, plenos, lo igual
con lo igual.
La esperaba,
desde siglos el agua,
para poner su cuerpo
solo en su trono inmenso.
Y ha sido aquí en Iberia.
La suave playa céltica
se la dio, cual jugando,
a la ola del verano.
¡Qué difícil es unir
el tiempo de frutecer
con el tiempo de sembrar!
(El mundo jira que jira,
ruedas que nunca se unen
en una rueda total)
¡Un solo día de vida,
un día completo y todo,
que no se acabe jamás!
Arriba canta el pájaro
y abajo canta el agua.
(Arriba y abajo,
se me abre el alma).
¡Entre dos melodías,
la columna de plata!
Hoja, pájaro, estrella;
baja flor, raíz, agua.
¡Entre dos conmociones,
la columna de plata!
¡Allá va el olor
de la rosa!
¡Cójelo en tu sinrazón!
¡Allá va la luz
de la luna!
¡Cójela en tu plenitud!
¡Allá va el cantar
del arroyo!
¡Cójelo en tu libertad!
Andando, andando.
Que quiero oír cada grano
de la arena que voy pisando.
Andando.
Dejad atrás los caballos,
que yo quiero llegar tardando
(andando, andando)
dar mi alma a cada grano
de la tierra que voy rozando.
Siempre yo penetrándote,
pero tú siempre virgen,
sombra; como aquel día
en que primero vine
llamando a tu secreto,
cargado de afán libre.
¡Virgen oscura y plena,
pasada de hondos iris
que apenas se ven; toda
negra, con las sublimes
estrellas, que no llegan
(arriba) a descubrirte!
Por fuera luz de plata,
por dentro fuego rojo,
como los cuerpos mundos
del eterno tesoro.
Nada me importa vivir
con tal de que tú suspires,
(por tu imposible yo,
tú por mi imposible)
Nada me importa morir
si tú te mantienes libre
(por tu imposible yo,
tú por mi imposible)
Cada hora mía me parece
el agujero que una estrella
atraída a mi nada, con mi afán,
quema en mi alma.
Y ¡ay, cendal de mi vida,
agujereado como un paño pobre,
con una estrella viva viéndose
por cada májico agujero oscuro!
No sé con qué decirlo,
porque aún no está hecha
mi callada palabra.