Con violetas de los cinematógrafos en las ojeras
y nostalgia de estanque en los ojos,
de estanque con lotos,
definitivamente en el amor naufragas,
isla flotante de pluma y nardo
en un mar de cabezas desoladas
y de huraños deseos.
Haces pensar nómade y frágil en mis manos y tan remota
en los caballos de las películas
que corren, que corren, que corren
miles de miles de millas de celuloide
para salvarte,
para salvarte del rapto de los bandoleros
que te llevan en el pavés de sus deseos,
y entregarte al fin incólume
como el sueño de una niña de cristal y malva
al héroe impecable de las películas.
Haces pensar en los peligros erizados de montañas,
de montañas de cartón que en las películas
sorprenden con minas de secretos y bandidos galantes,
aptos para el aplauso en flor de la galería.
Haces pensar en los incendios de bosques,
que se apagan en un beso de salvamento,
y en los raudales en que se precipita
la fuga de una barca perseguida
que a los pies del milagro se detiene,
y en las carreras de aeroplanos
que hincan certeras flechas de aluminio
en el corazón espeluznante del vacío,
y en las locomotoras que pasan
sobre las cabezas encogidas de los espectadores
laminando un grito de ficticias muertes.
Te desvaneces en un suspiro
y en un relámpago te amplías,
te amplías desmesuradamente como la muerte.
El brazo, para ceñirte, circunvala el mundo.
La luz, para recrearte,
se tortura en los obturadores burlando vigilancias
de directores siniestramente irreales.
Marchas a mi lado y no te siento,
marchas a mi lado y no te siento,
urdida mentira de los cinematógrafos,
viviente sólo a clareadas de luz y azogue:
en el deseo florecido,
Y en la instantánea retina del recuerdo.