Clavada ahí donde estás, entre las peñas del valle de Azapa
te miro otra vez.
He llegado de rodillas, sin zapatos
transitando el estrecho camino
y te ofrezco mi sangre derramada
ahora y todos estos años,
Santísima,
para que intercedas por mí ante Él
que como él no me quiere escuchar.
Dile, Señora, que perdone la falta de dolor y contrición
dile que algún día, si me escucha,
lloraré con pesar todas esas lágrimas que le debo:
ahora sólo el deseo de su amor me anima,
nada más me importa.
Así hablé, entre lágrimas y gemidos junto a cientos
de devotos mancos, cojos, paralíticos, ciegos.
Y de pronto una voz que parecía venir del cielo dijo:
Las penas de amor no le competen a la Santisima ni a Él.
Ellos tienen asuntos más urgentes que atender.
En el camino de vuelta, cruzando barrancos y abismos
supe, una vez más y para siempre, que mi plegaria no sería atendida.
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Lejos
estás de mis ruegos, de las palabras de mi clamor