Quevedo de Ángel García Aller

¡Ah del convento! ¿Nadie me responde?

Busco a un hombre
que un día llegó aquí
sin otra causa, al parecer,
que haberle dado nombre a su dolor
y no callar por más que con el dedo
el peso del silencio le impusieran.

Se llama
Francisco de Quevedo
y suele, por más señas,
dar abrazos a sombras fugitivas,
socorrerse de ajenas desnudeces
e incendiarse el corazón de mucho amor
cuando se mira al fondo de sí mismo
y no halla cosa en que poner los ojos
que no sea recuerdo de la muerte.

Decidle, si lo veis,
que guardamos su memoria en este parque
donde hoy pudiera
templar de cuerdas ruiseñores
su fatiga dulce y su inquietud preciosa;
resbalarse secreto entre las flores;
aliviar sus furias y sus penas
entre álamos y acacias,
entre tilos, arces y magnolios,
enebros, tamarindos, sauces y cipreses,
pinos centenarios
que en agrietadas cortezas testimonian
el tiempo que ni mueve ni tropieza,
aquella herida que duele y no se siente…

Por él,
estos troncos ya sin vida
que una mano insensible condenó
a ser asiento de su propia negación;
aquel banco en que un anciano,
vencido de sí mismo,
pone al sol el alma a media tarde;
los juegos de los niños que aún no saben
de otros duelos de labores y esperanzas
y afirman la vida con sus risas.

Por él,
la súplica callada de un faisán
que no recuerda el límite del bosque;
la oscura humildad de los gorriones,
que nunca soñaron otro vuelo
y se arraciman al borde del asfalto;
la irisada vanidad del pavo real
condenado de por vida a la belleza.

Por él,
el agua de un estanque detenida
a fin de que el cisne se refleje
en curvada ostentación de su figura;
el agua en cascada de la fuente
que tal vez quisiera ser espuma
por no verse a diario repetida;
o el agua del río con que fluye
la sumisa, callada, inexorable
canción de más allá de la ribera.

Por él,
este busto de piedra y el recuerdo
que, insurrecto contra el tiempo y su dureza,
al borde de su verso se detiene:

«De piedra es hombre duro; de diamante
tu corazón, pues muerte tan severa
no anega con tus ojos tu semblante.
Mas no es de piedra, no, que si lo fuera,
de lástima de ver a Dios amante
entre las otras piedras se rompiera.».