Sigue en pie
la ciudad. Sólo pudiera
decirte que las piedras endurecen
el silencio más hondo
y sin embargo
hay árboles aún cerca de casa,
un estruendo vegetal cuando los niños
corren a la escuela y se disputan
el dominio primero de las cosas.
Poemas de Ángel García Aller
I
ocurre
a veces que sentado
a mi propia mesa mientras alzo
la copa más amarga por vosotros
llegáis abrís de golpe os atrevéis
a invadir mi casa sus cimientos
la puerta que da al sol lo que he guardado
en el cuarto trastero con sigilo
para hablar de lo mucho que nos duele
subir por la palabra hasta el asombro
al encuentro a la verdad a las alturas
y dejarse caer sobre la vida
II
sucede
con frecuencia que la noche
nos sorprende con un pan entre las manos
y lloramos la muerte de un amigo
su entera dimensión lo que solía
entregarnos a cambio de un abrazo
de una estrella capturada por la espalda
cuando piedra sobre piedra fuimos nube
sorpresa compartida aire preciso
cuando un dios a nuestro paso declinaba
su oscura fiereza y nos sabía
más cercanos que nunca a sus dominios
III
acontece
en fin que nos miramos
al fondo de los ojos y hay un hombre
que regresa hasta nosotros que maldice
el pan sobre la mesa la palabra
que nadie ha pronunciado todavía
y es entonces sabedlo sólo entonces
cuando toda la casa se derrumba
por mucho que gritemos o amanezca
Aun muerto sin embargo
el brillo de sus ojos,
decían, revelaba
una incurable soledad
Alfonso Costafreda
Cayó
como del aire la sentencia
y al ahorcado, entretanto, le brotaban
innumerables flores, innumerables
auroras boreales por el cuerpo.
He aquí
el hombre que acontece
cotidiano como el pan o como el aire
alfarero de la luz, el que renace
de su propia simiente hasta la eterna
condición de la palabra.
El hombre
vertebrado de esperanza
que encuentra de repente entre las manos
auroras boreales, la evidencia
primera de las cosas y, alargando
la verdad que le cabe en la estatura,
derrumba las murallas del silencio
con su sola presencia, con el grito
que restalla empecinado por el pecho.
…innumerables cuerpos
hermanados
por una herida fresca en todo el pecho
Virgilio Garsaball
Grenoble
era entonces la ciudad de los suicidas,
pero nunca se supo,
nadie dijo
por qué extraña razón de parentesco
los perros ladraban a la luna
y el viejo clochard
¡tan torpemente!
De una carta sin fecha a César Vallejo
Olvidaba decirte que madre sigue repartiendo cada tarde, en la sala de arriba, aquellas hostias de tiempo con que pretendíamos saciar el hambre de los siglos y aliviar la resaca de todo lo sufrido. Tú ya sabes: los noes, los síes, los todavías pronunciados al borde de la duda; el labio difunto -aquel que quiso y no pudo crucificarse en el madero curvado del beso-, la pupila incapaz de ver más allá de la luz impuesta, el mentón en retirada, la palmada sin hombro, el tímpano sin eco, la lágrima indefensa, la muela del olvido, las férulas que suenan… Y es entonces cuando madre -tahona estuosa, tierna dulcera de amor, muerta inmortal-, con su inacabable pan entre las manos, pregunta por ti, por Miguel, por las dos hermanas últimas, por el mendigo que canta, por la enfermera que llora, por el sacerdote a cuestas con la altura tenaz de sus rodillas, por el que no tiene cumpleaños, por el que lleva zapato roto bajo la lluvia, por el que ni siquiera recuerda su niñez, por todos, en fin, los que un día se fueron sin saber para quién era la amargura… Y todos, has de saber, acuden en una sola boca, en un solo diente, en un único alveolo para hacer del hambre eucaristía y ayudarnos a pasar aquella migaja que tan inexplicablemente se nos ató al cuello cuando creíamos ser dueños exclusivos del dolor.
¡Ah del convento! ¿Nadie me responde?
Busco a un hombre
que un día llegó aquí
sin otra causa, al parecer,
que haberle dado nombre a su dolor
y no callar por más que con el dedo
el peso del silencio le impusieran.
A Araceli, desde la vida
Siento
tus raíces en el pecho, una evidencia
muy honda de que existes, la innegable
verdad con que me habitas
a la par que te tengo tan distante.
Tus raíces
en el pecho, acaso tronco, y en la piel
imborrable el tatuaje de aquel viento
que trajiste de tu mano a mis adiles
en el tiempo más yermo de tu tacto.