Regina María de Lourdes Gil

Tal parece
que todos los diálogos de los poetas se han fraguado
en la angostura de tu azotea.
Las confidencias
en pareados asonantes y vigiladas por el sol
se amontonan en los aleros de la calle Ánimas.
Su iridiscencia se esparce en la tristeza
de esta ciudad
erguida en el riesgo inevitable.
Es nuestro lugar imprescindible:
la provincia
de dioses que tocan flautas bífidas
y guardan bajo la lengua verbo y eucaristía.
Donde se lee a la hora de los apagones.
Donde se escribe entre garras y entre orejas.
El misterioso nido de ciclones, segun Dulce María.
La tierra inflamada, que como Ovidio
en el Mar Negro, amamos como a la muerte.
Donde un Homero ciego
adivina los dedos de rosa de la aurora
en las tinieblas.

Tú y las tejas como guardianes del poema.
Tú y la humildad desaforada
de esa insistencia en el geranio azul del verso,
el furor de los que nada esperan.
Para los que habitamos paisajes extranjeros
y sucumbimos a la discordia enmascarada
para nosotros
la poesía es otra suerte de asidero:
carreta tránsfuga
espigón suicida página ilegible .
Nuestras rajadas vestiduras no encuentran mas albergue
que la negación de lo que somos.
Tú, sin embargo, has trazado
la coherencia estelar de las palabras.
La ocasión para recordar el pleonasmo de Lezama
su alucinado decir que ‘nuestra isla
comenzó su historia dentro de la poesía’,
situándola bajo el signo de Heródoto,
arrancándonos de la cólera de Dios.
El ombligo de las alabanzas
invoca la cuerda de las adivinaciones
de los ídolos que hemos sabido conservar:
el sustrato de la delación y de la imagen
las prohibiciones de la carne.
Tu permaneces en tu azotea,
como la ultima creyente en las viejas utopías.