Cuando nació Gabriel
dormí en su sombra caudalosa, en su letargo
de visiones. Pero se resquebró
el codicioso anillo de mis complacencias.
Se oscurecía el jaspe de su rostro.
Comenzó todo a teñirse de destellos:
el paisaje precipitado tras las casas
que limitan nuestro patio,
la tapia que se cierne descuidada
por sobre la gravilla,
los azulejos que celebran conciliábulos
por hacer menos cruento a abril.