Antinoo

Tu nariz pensativa sostiene la balanza de tus hombros,
tan breve el balanceo quedaron en el fiel diestra y siniestra.
Dentro está el péndulo
dispuesto a señalar con su parada el perfecto equilibrio,
dispuesto a detenerse en el instante
en que comienza lo que no termina.

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Apolo

Habitante de los anchos portales
donde el laurel de la sombra oculta el arpa de la araña,
donde las losas académicas,
donde las arcas y las llaves mudas,
donde el papel caído
recubre el polvo de frágil terciopelo.

¡El silencio dictado por tu mano,
la línea entre tus labios sostenida,
tu suprema nariz exhalando un aliento
como brisa en las praderas,
por gemelas vertientes recorriendo los valles de tu pecho,
y en torno a tus tobillos un espacio
pálido como el alba!

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En el infierno había un violoncello

A Musia Sackhaina

En el infierno había un violoncello
entre el café y el humo de pitillos
y cien aulas con libros amarillos
y nieve y sangre y barro por el suelo.
P
ero tú, resguardada por el velo
de tus cristales de lucientes brillos,
pasabas, seria y pura, en los sencillos
compases de tu fe y de tu consuelo.

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La culpa

La culpa se levanta al caer de la tarde,
la oscuridad la alumbra,
el ocaso es su aurora…

Se empieza a oír la sombra desde lejos
cuando el cielo está limpio aún sobre los árboles
como una pampa verdeazul, intacta,
y el silencio recorre
los quietos laberintos de arrayanes.

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Los marineros

Para Luis y Stanley

Ellos son los que viven sin nacer a la tierra:
no les sigáis con vuestros ojos,
vuestra mirada dura, nutrida de firmezas,
cae a sus pies como impotente llanto.

Ellos son los que viven en el líquido olvido,
oyendo sólo el corazón materno que les mece,
el pulso de la calma o la borrasca
como el misterio o canto de un ámbito entrañable.

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Mariposa nocturna

¿Quién podría abrazarte, diosa oscura,
quién osaría acariciar tu cuerpo
o respirar el aire de la noche
por entre el pelo pardo de tu cara?…

¡Ah!, ¿quién te enlazaría cuando pasas
sobre la frente como un soplo y zumba
la estancia sacudida por tu vuelo
y quién podría ¡sin morir!

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Reina Artemisa

Sentada, como el mundo, sobre tu propio peso,
por tu falda extendida la paz de las laderas,
el silencio y la sombra de las grutas marinas
junto a tus pies dormidos.
¿A qué profunda alcoba dan paso tus pestañas
al alzarse pesadas como cortinas, lentas
como mantos nupciales o paños funerarios…
a qué estancia perenne escondida del tiempo?

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Tú, de las grietas dueña y moradora

A Concha Albornoz

Tú, de las grietas dueña y moradora,
émula de la víbora argentina.
Tú, que el imperio esquivas de la endrina
y huyes del orto en la bisiesta hora.

Tú, que, cual la dorada tejedora
que en oscuro rincón torva rechina,
la vid no nutres, que al crisol declina
y sí, su sangre exprimes, sorbedora.

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Yo me encontré el olivo y el acanto

A Nikos Kazanzaki

Yo me encontré el olivo y el acanto
que sin saber plantaste, hallé dormidas
las piedras de tu frente desprendidas,
y el de tu búho fiel, solemne canto.

El rebaño inmortal, paciendo al canto
de tus albas y siestas transcurridas,
las cuadrigas frenéticas, partidas
de tus horas amargas con quebranto.

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A la orilla de un pozo (II)

A Rafael Alberti

Cuando la mar esté bajo tu almohada
¡Alegría de turbas infantiles!
¡Triunfo de los egregios, varoniles
pámpanos que estremece la alborada!

Frutos dará la náyade dorada
que llamea en los ínclitos candiles
y en sus perlas de amor claros abriles
hervirán al compás de tu mirada.

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Narciso

¿Dónde habitas, amor, en qué profundo
seno existes del agua o de mi alma?
Lejos, en tu sin fondo abismo verde,
a mi llamada pronto e infalible.

Nuestras frentes unánimes separa
frío, cruel cristal inexorable.

Zarzas de tus cabellos y los míos
tienden, en vano, a unir lindes fronteras.

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