El ser,
congregación de nubes en el cielo,
níveo desierto que ordena en fila
las viejas batallas.
Al poniente, los lobos;
al oriente, las oxidadas espadas
en espera de reinos y fracasadas glorias.
El ser, laberinto de tiempo
detrás de la errante memoria,
como los estoicos,
balanza de espadas y cañones,
de truenos en la montaña
y aldeas arrasadas,
de niños y jóvenes,
víctimas de la sustraída clepsidra,
de mujeres y hombres,
que vieron llorar a Adán
en su falso Paraíso;
de ancianas tejiendo con sus dedos
la línea imaginaria de una frontera
sin brújulas ni caleidoscopios.
El ser y el hombre,
el joven y el ser,
empuñan sus espadas
como racimos de engaño,
y en el reflejo del ocaso van
desempolvando las ultrajadas ruinas:
los desaparecidos,
los sin lápida,
las cenizas del jardín prometido.
El joven, lejos ya del niño,
descubre el misterio de los hombres
que erigieron la noche,
mito de crepúsculos lacerantes,
cifra misteriosa,
engendro de generaciones con vértigo:
¡viva la patria,
renegados hijos de puta¡
mientras la memoria vaga
por rumbos fatigados
arrastrando las molduras
de un espejo áspero y sin llaves.
Pero, ¿quién entiende el juego?
¿Un dios indescifrable?
¿Las viudas y los huérfanos?
¿Qué espera el joven, qué?
Quizá lo que sobrevive a los cobardes,
lo que queda de un grito en la celda oscura;
lo que pulula en el aire fétido de la victoria,
de la supuesta victoria,
la que se embarra en los muros
de los infiernos necesarios,
testigos de cargo de valentías
hoy equivocadas.
Y el joven, en su atroz confín imaginario,
va reapropiándose del camino
que lo llevará a la puerta,
ya no de su edén sustraído,
sino a la que lleva al espejo
de los nombres y apellidos;
la del espejo sin historias clandestinas,
sin ojos desorbitados,
sin epopeyas ante la tortura.
Ya no fingirá, en sus manos
está la llave de la cerradura;
por allí ingresará al reino de la sed
para aplacar su sed;
por allí encontrará de nuevo
el sendero para fugarse
del tiempo y del olvido.
El hombre y el joven se reencuentran.
Ahí están, el uno frente al otro.
Ahí, un espejo dentro del espejo.
El silencio duerme,
aún espera la palabra,
el verbo exacto,
el que recobra la memoria cóncava,
donde el agua es lava y ceniza,
como la del volcán de Pacaya.