Ser ante los ojos (A mediodía XII) de Gerardo Guinea Diez

Y esas osamentas,
árbol de noche,
traman entre los péndulos de la voz,
la más antigua,
la leyenda que testimonian las
piedras ciegas,
reyerta del aire.
Y dicen, dicen,
la azarosa epopeya
de la espada que empuñan otras manos;
y dicen sin decir,
porque la voz se ha enmudecido:
ahí están los soldados
muertos en Normandía,
los que cayeron en Vietnam,
o en Cartago, o en África;
y dicen diciendo,
del inevitable ayer de los muertos de Stalin,
del sol quemante en los rostros
de los jinetes, los que cruzaron en vano
un desierto para vencer al sol.

Y el hombre, por ahora joven,
empieza a encontrar las huellas
de sus pies por los caminos.
Ahí están los primeros,
los del centro de la ciudad,
los de la sexta avenida,
los de los paseos por Antigua.

Ahí están,
las huellas que pronto fue grabando:
por las veredas de la montaña,
en el agua clara de los ríos,
en la claridad de noches eternas,
en el fuego de los comales,
en la ilusión de luciérnagas
y el concierto de ranas y grillos;
ahí están las huellas,
en los caminos que recorrió,
en el olor del loroco
y de la flor de ayote,
en el aroma del ocote
que alumbró palabras,
entrañas de vísperas abortadas;
ahí, en esos senderos de romerías,
de aves migratorias, de hombres de a caballo
y ánimas en pena;
de caciques y matones,
de males de ojo y gritos al lucero del alba.

Ahí está el hombre,
dejando al joven,
lejos del niño.
Ahí está el ser,
indigesto de semillas y promesas,
de tempestades y arrebatos.
Ahí está, con sus trapitos
de triunfos y apresuradas derrotas.

Por fin, el joven,
ahora hombre,
va dejando la llovida tierra,
los invernales sueños,
ésos, los apetitosos como un pezón,
ahí, abandonados,
desgranados como el maíz.

¿Qué ve el hombre?
Nada cambió,
el pellejo del tiempo luce cansado.

El ser y el hombre
orean sus cansados sueños.
Sí, todo cambió.
Todo.
Triunfo a medias.
Aunque el hambre,
pezón negro,
negro,
se arrodille ante los falsos altares:
el hambre no existe,
es un engaño.
Mientras todos se ven
y se interrogan calladito.
Sin embargo,
ahí está el hambre
en sus harapos de siempre.
Aunque ellos den su verdad
como leche con hiel,
aunque el hambre siga
teniendo sabor a pezón,
a mujer;
aunque el hambre
siga siendo una falsa cifra
de estadísticas irrebatibles.

Por fin, el ser,
por fin, el hombre,
recoge su semilla
y se va en silencio,
aunque su palabra
sea una camisa sin botones,
en silencio,
oyendo el rayo de las piedras,
evadiendo el chorro de humo
de viejas cocinas;
en silencio,
escondiendo las raíces
de la memoria,
secando la sangre del camino,
arreando a las hormigas;
en silencio,
cargando su matate
de aturdidas verdades;
en silencio,
escuchando a los grillos,
con el alma en los ojos,
en las manos,
con el llanto salado,
salado; en silencio,
juntando la hojarasca
para inaugurar su fuego nuevo,
nuevo, nuevo,
como los muertos,
como los sueños,
como la voz,
como el tiempo;
en silencio,
en silencio,
calladito,
casi susurrando,
el nombre de la luna,
casi haciendo fuego del aire,
casi,
casi haciendo fuego del fuego,
casi,
casi,
amancebada con la alegría,
y el ser,
un reloj viejo
arrumbado en el ropero del tiempo.
Ahí va el joven,
por fin hombre,
ahí va,
directo a la luz de su ceguera,
diciendo adiós,
desde sus torres y fortalezas,
flecha ciega,
panal de vigías eternas,
recién nacidas
para retozar de nuevo
con la alegría.