Ser ante los ojos (Al amanecer II) de Gerardo Guinea Diez

El ser
resguardando lo verdadero
y falso de nuestros espejos,
ánimas desolladas por las hendeduras
que nuestras sombras
van dejando en los muros
de calles de bisbiseos escatológicos,
de manchas que testimonian tiempos
escindidos,
yugos floreados
en llantos de olvidos;
muros y calles,
madriguera del ser,
anunciación de pasadomañanas
que nunca llegaron.

El ser,
siervo notable que trampea
el cerco de la nada,
la que resulta escaño en el yerro
de los que creyeron en el escarmiento
como un paulatino camino
hacia la obediencia.

El ser y el hombre
que aún se cree niño
y ve con ojos de daga,
una realidad que no sabe cortar.
Del niño y el pan en la mesa,
del niño que arrima a su hombro
un poco de inocencia
para calmar su hambre y desolación.

Y entonces, ese niño,
que es hombre,
entrevé en el boquete de las horas
el portillo que lo devuelve
a la edad de la inocencia,
a ese interludio de los días
en que jugar detrás de los árboles
o en el filo de la inmanencia
era más que cuestión de honor:
las risas de sus compañeros,
cobertizo para protegerse
de la intemperie de la congoja.

Ellos y el hombre,
que aún es un niño,
soñaban con inaugurar
la época del avallasamiento del dolor;
un día, apostándole a un balón,
otro, simplemente a ver el cielo,
otro, a fortalecer el enclenque
sentimiento de la vida.
Hacerlo de ese modo, así, nomás, simple,
tal vez para amancebarse con la felicidad,
esa que sólo sabe dar la lluvia,
el canto de un grillo,
la penumbra de la calle,
los ojos de una niña,
pájaro luminoso,
viento equivocado,
redención a punto de suceder.

Esa felicidad,
la de la cerveza en la tienda del barrio,
la del saludo mañanero;
ésa, la de la joven mujer
que resulta ser un cruel enigma,
ella, la que nos moja los sueños
y nos engaña cuando funda abril
como un tiempo,
cuando inventa diciembre como una alegoría,
cuando en su vientre se gesta agosto,
o quizá mayo
para iniciar un siglo de largos
y húmedos aguaceros.

El niño, creyéndose hombre,
husmea en las esquinas del barrio
a sus antiguos fantasmas.
¿Qué sería de Chus?
¿Qué sería del Chino?
¿Qué sería…?
y así, entre interrogantes,
va descubriendo cómo se dibuja
en el aire la mano devota
que renueva la memoria del aire,
la del fuego.