La madre Sor Ramona
de San Jerónimo,
suspiraba una tarde
rezando en coro.
¡Cruel dolencia!
amaba como burra
su reverencia.
Un cojo mozalbete,
chato y robusto,
encendió de la monja
el seno túrgido.
El caballero,
ejercía de sacris
y campanero.
Con el pecho inflamado
de honda ternura,
y los ojos radiantes
de llama lúbrica,
seria cual geólogo,
forjó la reverenda
este monólogo:
«Absalón de mi sueño,
turris davídica,
tú de mis ilusiones
eres Bautista.
Y yo contigo,
de la ilusión mundana
abro el postigo.
Si entonáramos juntos
gloria in excelsis,
cumpliendo aquel mandato
que dice: créscite,
fuera dichosa
como entre los pensiles
mística rosa.
Mi padre San Jerónimo
guardó el ayuno
para leer las hojas
que escribió Tulio;
si yo leyera
el amor en tus ojos,
me los comiera.
Ojalá que triunfara
Juárez el lindo,
y volvieran las monjas
a ver el siglo;
aunque Pío nono
fulminase una encíclica
llena de encono.
Ojalá que vinieran
esos ladrones,
quemando del convento
hasta la torre;
aunque un chinaco
me dejara sin toca
y sin los hábitos.
Mis votos imprudentes
¡cuánto me pesan!
el in dolore paries
mejor quisiera.
Feliz la chica
que en el vaivén del mundo
se multiplica.
Tentaciones horribles
me pone el diablo,
que a conjurar no basta
ni San Hilario;
y si me azoto,
aumenta con extremo
este alboroto.
Y si orando en mi celda
me quedo estática,
un pajarillo viene
a mi ventana;
entre las flores
abre su pico y trina
canto de amores.
Sacristán, si te miro,
me quema un fuego
rojo, como la lumbre
en que arde el réprobo;
mi amor delira,
y ardo como el ropaje
de Dejanira».
. . . . . . . . . . .
Amó tanto la monja
que le dio fiebre;
sin que de amar por eso
se arrepintiese.
¡Pobre criatura!
se la llevó al sepulcro
la calentura.
Sobre su losa yerta
después pusieron
este humilde epitafio,
no muy correcto:
Viador, entona
un requiescat in pace,
a zorra mona.
El sacristán largóse;
y en San Jerónimo
no admiten sacristanes
chatos, ni cojos;
porque es adagio
que en monjil calentura
siempre hay contagio.