Tras los dones primitivos
que, en el fervor de su celo,
ofreció la iglesia al cielo,
a sus edificios vivos
dio nuevas piedras el suelo;
estos dones agradece
a su esposa y la ennoblece,
pues, de parte del esposo,
un Hiacinto, el más precioso,
el cielo a la iglesia ofrece.
Porque el hombre de su gracia
tantas veces se retira,
y el Jacinto, al que le mira,
es tan grande su eficacia
que le sosiega la ira,
su misma piedad lo inclina
a darlo por medicina,
que, en su jüicio profundo,
ve que ha menester el mundo,
hoy una piedra tan fina.
Obró tanto esta virtud,
viviendo Jacinto en él,
que, a los vivos rayos d’él,
en una y otra salud
se restituyó por él.
Crezca gloriosa la mina
que de su luz jacintina
tiene el cielo y tierra llenos,
pues no mereció estar menos
que en la corona divina.
Allá luce ante los ojos
del mismo autor de su gloria,
y acá en gloriosa memoria
de los triunfos y despojos
que sacó de la vitoria,
pues si otra luz desfallece
cuando el sol la suya ofrece,
¿qué tan viva y rutilante
será aquésta si delante
del mismo Dios resplandece?