Tu lengua es el país de fuego
donde no hay relojes,
donde la palabra dura y difícil,
da vueltas y vueltas
peregrinando a trancos
donde el salivajo
mancha los manteles
sin cortarle el paso.
Cuando un solo de tripas la sorprende
en el deseo de ahorcarse
envuelta en una tira de bacon,
queso horadado suizo
y un pedazo de pan,
tu lengua de azúcar
rompe las murallas de la mala palabra,
se instala en el café
después de la certeza de ser dios
prendido al paladar
por las diptongaciones.
Tu lengua es un tambor,
la gran detonación que estalla en el silencio
y no transige
ante el dolor de muelas
o ante el sueño.
Contigo dormirse
ya no es noble ejercicio de oidor
en la vigilia de tu lengua
en la inquietud;
es la resignación de oír el epitafio
ante la muerte.
Cuando vengan a buscarte
con la lengua desatada
a siete grados en la escala de Ritcher,
estaré plantada en la casmodia de negarme,
en la feroz rigidez de la sordera
para volver a la serenidad del hambre.