A ti, Karen, que descubriste para mí
el mundo estupendo de las flores.
I
Ni el sol
ni la luna
trajeron
a mi alma
este día
tanta luz
como tus manos,
vida mía.
Hacía largo ya
que todo me decía,
los niños,
las palomas,
los tejados sin humo,
el paulatino
irse poniendo alegre
de la gente,
que éramos todavía
un poco de primavera
más jóvenes
que lo seremos
el próximo verano.
Pero faltaba este día,
sencillo y mucho como el mar,
para que en mí la primavera
comenzara, como siempre, a cantar.
II
Desde el piso donde vivo,
en esta calle Mendelssohn
del viejo Berlín,
he visto pasar
la vida
tomada de la mano,
alumbrada
por un anciano farol
que, según dicen los vecinos
más antiguos, nunca dejó de alumbrar,
ni aún en las noches más amargas
de la postguerra mundial.
Y desde aquí te he visto,
cuando cruzas la calle,
estupenda como el amor,
joven como la vida,
sencilla y noble
como el mundo socialista
donde vives.
Ahora,
de espaldas a la ventana,
la luz del farol
se regocija
seguramente en mis cabellos,
así como lo hace ya
en el fondo de tus ojos,
cuando hacia mí
avanza,
como un río en llamas,
tu cuerpo.
III
«Cierra los ojos»,
me dices
y te pones frente a mí.
Cuando los abro,
tus manos
sueltan a mis ojos
una bandada de tulipanes
rojos,
que le dan entonces
a mi alma,
la luz que no le diera
el sol
esta mañana,
ni la luz que la luna
y el farol
están pugnando por vivirle.
IV
Pecho adentro,
en los tulipanes rojos,
la primavera se alegra
cuando digo:
«¡Qué gesto más tulipán
has tenido este día,
amor mío!»,
y me quedo besando
hondamente
la bondadosa ternura
de tus manos,
mientras hundes,
de seguro,
lo azul de tu mirada
en el áspero abismo
de mi rostro.