Siempre hay vientos abrasadores
que pasan por el alma del hombre
y la desecan…
Lamenais
I
Yo, mujer, te adoré con el delirio
con que adoran los ángeles a Dios;
eras, mujer, el pudoroso lirio
que en los jardines del Edén brotó.
Eras la estrella que radió en Oriente,
argentando mi cielo con su luz;
eras divina cual de Dios la frente;
eras la virgen de mis sueños, tú.
Eras la flor que en mi fatal camino
escondida entre abrojos encontré,
y el néctar de su cáliz purpurino,
delirante de amor, loco apuré.
Eras de mi alma la sublime esencia;
me fascinaste como al Inca el sol;
eras tú de mi amor santa creencia;
eras, en fin, mujer, mi salvación.
Bajo prisma brillante de colores
me hiciste el universo contemplar,
y a tu lado soñé de luz y flores
en Edén transparente de cristal.
En éxtasis de amor, loco de celos,
con tu imagen soñando me embriagué:
y linda cual reina de los cielos,
con los ojos del alma te miré.
. . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . .
II
¿No recuerdas, mujer, cuando de hinojos
yo juntaba mi frente con tu frente,
tomando un beso de tus labios rojos,
y la luna miré, como en la fuente,
reproducirse en tus divinos ojos?
¿No recuerdas, mujer, cuando extasiada
al penetrar de amor en el sagrario,
languideció tu angélica mirada?…
tú eras una flor, flor perfumada;
yo derramé la vida en tu nectario.
III
¡Mas todo es ilusión! ¡Todo se agota!
Nace la espina con flor; ¿qué quieres?
de ponzoña letal cayó una gota
y el cáliz amargo de los placeres.
Los gratos sueños que la amante embriagan
fantasmas son que al despertar se alejan;
y si un instante al corazón halagan,
eterna herida al corazón le dejan.
Tal es del hombre la terrible historia;
tal de mentira su fugaz ventura:
tras un instante de mundana gloria
amarga hiel el corazón apura.
Por eso al fin sin esperanza, triste,
murió mi corazón con su delirio;
y al expirar, mujer, tú le pusiste
la punzante corona del martirio.
Y seco yace en lecho funerario
el pobre corazón que hiciste trizas;
tu amor le puso el tétrico sudario,
y un altar te levantan sus cenizas.
Tras de la dicha que veló el misterio,
siguió cual sombra el torcedor maldito,
trocando el cielo en triste cementerio…
confórmate, mujer… ¡estaba escrito!