I. La voz en el desierto
Suspendidas de sus hilos, del Señor entre las manos,
bajo el techo de amatista las estrellas se estremecen;
la luna como un alfanje, y los vientos me parecen
traerme voces amigas de mis aduares lejanos.
Las arenas sin un soplo del aire muertas están;
los astros su luz repliegan cual en su postrera noche;
mas la arena removida volará; su ardiente broche
reabrirán los soles y… mis huellas se borrarán.
Cual los dibujos que finge la rama al aire agitada;
cual la sombra que una flecha traza del arco lanzada,
así pasaré, pues Dios sabe en su saber profundo
por qué -feliz o maldito- fui enviado sobre el mundo.
¡Oh, Señor de las centurias y del Poder infinito!
¡Señor, Dios de las estrellas y las arenas desiertas!
¿Soy yo, acaso, en mi nada, más durable o más finito
que estas imperecederas de tus manos obras muertas?
Mas ¡ay! cuando ya los techos de amatista empalidezcan,
y, gastados ya sus hilos las estrellas se oscurezcan,
¡sólo Tú el eterno arcano verás de divino modo,
y te reunirás de nuevo al alma inmane del Todo!