El huracán se acerca a nuestra mano
perezosa la luz de mi alegría.
Yo estoy de pie, clavado sobre un llano,
para igualar su muerte con la mía.
Una sed infinita me apresura
un temor impaciente en mis oídos.
Me persigue su oscura dentadura
y acuchillan mi espera sus latidos.
Poemas de Adolfo Sánchez Vázquez
¿En qué región del aire, por qué mares
— oh latitud humana del tormento —
tuvo el crimen tan claro yacimiento
y la muerte más vivos hontanares?
¿En qué bosques las hachas seculares
gozaron de tan largo valimiento?
¿Dónde tuvo el dolor mejor cimiento?
Si el árbol de la sangre se secara
y el corazón, ya seco y sin latido,
fuera polvo total, norte abolido
que nadie en este mundo recordara;
si el alma sin soporte se quedara
y la tierra, materia del olvido,
de muertos se cubriera y lo podrido
en un bosque de heridas germinara;
si el crimen no tuviera más oficio
que escarbar en la tierra desolada
para dejar al mundo su simiente,
la dulce brisa, el leve precipicio
tornaríanse, al fin, en cuchillada
o en abismo mortal para tu frente.
Tu corazón caliente, derribado,
levanta un estandarte en la mañana
por la pendiente del dolor cruzado.
Contra el rumbo del aire, se devana
gran madeja de muerte en tu cintura
enredada de sangre en tu ventana.
Entre nieblas de pólvora, va oscura
la mano que te lleva hacia estaciones
que clavarán la muerte en tu espesura.
Oigo esta voz que nos convoca
por hondos precipicios de gangrena
mientras nadan los peces homicidas
y la espuma se vuelve cómplice del crimen.
Sólo el viento que se bebe esa espuma,
sólo aires que congelan los trigos,
sólo estepas que calcinan las plantas,
sólo nieblas que aniquilan los sueños,
sólo tumbas que impacientes esperan
no escuchan esa voz
que entre presagios de espanto
insistente nos convoca.
Y ahora sí;
ahora que el silencio
ya no puede perdurar sobre el grito;
ahora que la muerte se pone un uniforme,
ávida de recoger su ansiada cosecha,
olvidad vuestras dudas,
vuestros pasos inciertos.
De las tinieblas más viejas de la historia
va a nacer un río de sangre
que arrasará los campos y jardines,
soberbias torres y humildes monumentos,
altivos árboles y pobres matorrales.
Si para hallar la paz en esta guerra
he de enterrarlo todo en el olvido,
y arrancarme de cuajo mi sentido
y extirpar la raíz a que se aferra;
si para ver la luz de aquella tierra
y recobrar de pronto lo perdido,
he de olvidar el odio y lo sufrido
y cambiar la verdad por lo que yerra,
prefiero que el recuerdo me alimente,
conservar el sentido con paciencia
y no dar lo que busco por hallado,
que el pasado no pasa enteramente
y el que olvida su paso, su presencia,
desterrado no está, sino enterrado.
Al dolor del destierro condenados
—la raíz en la tierra que perdimos—
con el dolor humano nos medimos,
que no hay mejor medida, desterrados.
Los metales por años trabajados,
las espigas que puras recogimos,
el amor y hasta el odio que sentimos,
los medimos de nuevo, desbordados.
Poesía enfermiza sin más huella
que la escoria que dejas en el alma;
sólo entre odios tu dolor se calma
y sólo con la vida es tu querella.
Al declarar la guerra a la ternura
ni una tierna sonrisa te detiene;
sólo veneno tu metal contiene,
sólo la podredumbre en ti perdura.
Como río que pierde sus riberas
mi corazón invades. Yo te siento
en cuanto se repliega el pensamiento
hacia sus más recónditas laderas.
Quema tu paso, queman tus hogueras
y la razón se queda sin sustento.
El alma la modela el sentimiento
y se exaltan las viejas primaveras.