Son tan vivos los rubores
de tus flores, raro amigo,
que yo a tus flores les digo:
«Corazones hechos flores».
Y a pensar a veces llego:
Si este árbol labios se hiciera…
¡ah, cuánto beso naciera
de tantos labios de fuego…!
Son tan vivos los rubores
de tus flores, raro amigo,
que yo a tus flores les digo:
«Corazones hechos flores».
Y a pensar a veces llego:
Si este árbol labios se hiciera…
¡ah, cuánto beso naciera
de tantos labios de fuego…!
¡Dos alas!… ¿Quién tuviera dos alas para el vuelo?
Esta tarde, en la cumbre, casi las he tenido.
Desde aquí veo el mar, tan azul, tan dormido,
que si no fuera un mar, ¡Bien sería otro cielo!…
Cumbres, divinas cumbres, excelsos miradores…
¡Que pequeños los hombres!
Eran mares los cañales
que yo contemplaba un día
(mi barca de fantasía
bogaba sobre esos mares).
El cañal no se enguirnalda
como los mares, de espumas;
sus flores más bien son plumas
sobre espadas de esmeralda…
Los vientos-niños perversos-
bajan desde las montañas,
y se oyen entre las cañas
como deshojando versos…
Mientras el hombre es infiel,
tan buenos son los cañales,
porque teniendo puñales,
se dejan robar la miel…
Y que triste la molienda
aunque vuela por la hacienda
de la alegría el tropel,
porque destrozan entrañas
los trapiches y las cañas…
¡Vierten lagrimas de miel!
Por las floridas barrancas
Pasó anoche el aguacero
Y amaneció el limonero
Llorando estrellitas blancas.
Andan perdidos cencerros
Entre frescos yerbazales,
Y pasan las invernales
Neblinas, borrando cerros.
Es porque un pajarito de la montaña ha hecho,
en el hueco de un árbol, su nido matinal,
que el árbol amanece con música en el pecho,
como que si tuviera corazón musical.
Si el dulce pajarito por entre el hueco asoma,
para beber rocío, para beber aroma,
el árbol de la sierra me da la sensación
de que se le ha salido, cantando, el corazón.
Aquella muchachita pálida que vivía
pidiendo una limosna, de mesón en mesón,
en el umbral la hallaron al despuntar el día,
con las manitas yertas y mudo el corazón.
Nadie sabe quien era ni de donde venía
su risa era una mueca de la desilusión.
¡Cucú, cucú! ¿Estás gimiendo,
tórtola del arrozal?
¡Mirá que me estás haciendo
con tu cantar, mucho mal!
¡Cucú, cucú! EL caserío
se va llenando de calma,
¡y un naranjo y una palma
se están besando en el río…!
Manos las de mi madre, tan acariciadoras,
tan de seda, tan de ella, blancas y bienhechoras.
¡Sólo ellas son las santas, sólo ellas son las que aman,
las que todo prodigan y nada me reclaman!
¡Las que por aliviarme de dudas y querellas,
me sacan las espinas y se las clavan en ellas!
Ya se acercan los potros; raudamente precisa
el grupo sus contornos de estética salvaje;
entre el pálido rosa del lánguido paisaje
corren desenfrenados, a la par de la brisa.
Los potros ya se acercan: mas lo hacen tan aprisa,
que parece volaran sobre el quieto paraje;
desplázanse los cascos en fantástico viaje
atrás dejando chozas de silueta imprecisa.
La noche fue dantesca… En medio del mutismo
rompió de pronto el retumbar de un trueno…
Tropel de potros que rompiera el freno
y se lanzara, indómito, al abismo…
Un pálido fulgor de cataclismo,
al cielo que antes se mostró sereno,
siniestramente iluminó de lleno,
como si el cielo se incendiara él mismo…
Entre mil convulsiones de montaña
se abrió la roja y palpitante entraña
en esa amarga noche de penuria…
Y desde el cráter en la abierta herida
brotó la ardiente lava enfurecida
como un boa incendiando de lujuria.
Un día -¡primero Dios!-
has de quererme un poquito.
Yo levantaré el ranchito
en que vivamos los dos.
¿Que más pedir? Con tu amor,
mi rancho, un árbol, un perro,
y enfrente el cielo y el cerro
y el cafetalito en flor…
Y entre aroma de saúcos,
un zenzontle que cantará
y una poza que copiará
pajaritos y bejucos.