(Homenaje a Octavio Paz)
Haber estado fuera de ti mismo, un viaje vertiginoso, y después
la quietud, pordiosero
de tu conciencia, eremita
en el yermo de la inacción, creyendo
solamente en el cardo, en la excesiva piedra,
sin pozo donde beber, sin comida, sin pan,
mísero y sin arboladura,
como un barco después de la tempestad,
pero una tempestad no vivida, sin la grandeza de esa experiencia suma,
barco en un mar, monótono y sin fin, monocromo, con agua gris,
o, mejor dicho, sin ella, navegando en el no color
navegando en la no agua, con sequedad en aquella monotomía;
o en medio de las ruinas, tras un terremoto
desolador,
mas en un sitio donde no existieron casas ni se erigieron monumentos,
ni el suelo se resquebrajó, ni hubo grietas;
allí, desterrado, sin el recuerdo de un perdido país,
mudo, sin la noción de un lenguaje ido,
quitado todo brillo, toda persuasión, toda queja,
irremediablemente solo, pero sin soledad,
pues no había tampoco memoria de ninguna anterior compañía;
allí, donde la evocación no puede alcanzar,
ya que para eso fuera precisa la previa enunciación,
allí, allí estuviste, de espaldas a tu propio ser,
sin ver, sin verte,
auqnue a veces sucedía lo opuesto y comenzabas a observar con gran nitidez,
quién sabe si por su condición principalmente ósea,
tu rodilla,
que pasaba, en ese trance, a ocupar
la totalidad de la atención y crecía (percibida entonces como de cerca) con ella;
tu enorme rodilla, tu extraordinario pie, tu pie magno,
pisando la estepa con resonancia, con estruendo, como de tambor,
tu pie gigantesco, tu pierna
alevosa, rotunda.
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