El ombligo de los ángeles no prueba

que hayan nacido de mujer
la escamosa superficie de estas islas
no puede engañarme:
estas no son las hijas verdaderas
del volcán que ardió en el Pleistoceno,
son apenas figuras que el sueño
engendró torcidas
más por diversión, por capricho de artista
que por mejor imitar a su modelo;
les paso la mano por encima
y agarro aire, si es que agarro;
si es que muevo la mano, si pudiera
moverla, si tuviera
mano:
lo cual no es obvio, lo cual no es evidente.

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Me quedo quieto, no porque no pueda

moverme yo sino por la parálisis
simultánea de la opacidad
y del sentido: te miro

desesperado, no parece que lo notes,
parece, no parece, me acuerdo
que acá le dicen brillos al diamante.

Como quien percibiera dormido el cuerpo
inmóvil, sin entender que se está quieto
porque uno duerme:

y le ordenara, en el sueño, moverse,
sin lograr que obedezca, estando,
como está, boca abajo, dormido:

en un cuarto feo, azul
que por suerte o por desgracia uno
no llega a ver

estando, como está, dormido,
estampado en la cama, creyendo
que se quedó paralítico, que

la cama, horizontal, es un muro
vertical, o peor, una barrera
invisible

como el cuarto feo y azul
que, por suerte o por desgracia, uno
no llega a ver

soñando, como sueña, que está
paralítico entre el rojo
zigzag.

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Si, están volviendo, vuelven

es sutil el origen de estas islas,
que trae la noche y vienen con el sueño.
Algo que, digamos, hubiera quedado irresuelto en el pasado
aunque es inútil buscar, retrospectivamente,
cicatrices o indicios de angustia
en las calas cubiertas de resaca,
en el pueblo negro de iguanas
sobre la costa catatónica:
la búsqueda podría,
como un detective distraído, fabricar pistas falsas
o adulterar las verdaderas.

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