De «Manual de simios y otros poemas» de Carlos Illescas

Arder sin cese

La soledad lleva tu nombre.
Tu sexo. La hierba. Mi persona.
Rumorea luces perdidas. Delira
y al soñar camina en llamas.
Alto destino arder sin cese.
Pero la soledad, tu soledad,
la mía, la de siempre. Toda.
Pero la soledad describe limbos
y memorias. Aturde ecos. Ondula.
Repite voces dilatadas
arpegiándote, modelando mano
de instantánea aparición y parte.
Eco ondulatorio como agua ciega;
esperanza de llegar a tierra,
mi soledad. La tuya, Mar dormido.
Su sensitivo diástole amoroso.
Más allá, en tierra. Soledad
sitiada por el cielo bajo, en sueños.
Se violentan ondas terrenales,
peticiones a la carne, el ruego,
como si ardieran, como si barca
o barro de ecos despertaran.
Palabra dormida, al fin; soledad
la miniatura pendiente, muros
en diástole a mitad del fuego
con saturados corazones polvorientos.
Como hierba, tu nombre. Olvido
volviendo el rostro hacia la sombra.
Tú y yo sobre el mundo. Dándonos,
huyendo hacia el claror arbóreo.
Su destreza signando ramas navegantes.
Y tú, nuevamente, como el mundo y yo.
Devotos ambos de fetiches azules,
mitad peces, mitad perros de hastío,
doblemente tristes al amarnos
y poblarnos con transparencias:
llagada soledad cautiva al aire
donde trazas soles y altas nubes.
Tu nombre va conmigo y me ensueñas,
pienso, asimilándome a surco llameante.
Detienes el reflejo entre dos pieles,
destilas mi frente sobre vasos
que fueron un día laborioso júbilo.
Me abandonas en tus costureros
mientras disecas cosas tristes
como soledad fugaz de la estación.
Me reiteras, dícesme nombres
aún países puntuales, tantas luces,
calles anegadas de pasos,
aquellos parques sensitivos. Laicos,
como nuestros corazones devorados
por ángeles oprimidos bajo una rosa.
Inquirido fantasma la flor celeste,
radiante hacia tu sien. Crepusculares
presencias sólo entrevistas en soledad.
a la hora del gemido nocturnal.
La soledad lleva tu nombre.
Y tú has olvidado el mío.

* * * * *

Cubierto de rocío

A los artistas Luis y Pilar Rius

Con fuertes puños llama la sombra.
Hay en mi puerta un cartel que dice:
«No pasarás». Me tienta con mil nombres.
Un dulce acento trata, aspira en vano
a persuadirme. Añade con rumoreo inteligible,
suspiros, palabras de otros sueños.
Se repliega derrotada, como diluida tinta
en la tremenda noche; pero al sonar
de nuevo el día, vuelve,
cavilosa torna hasta mi puerta.
Llama. Nuevamente: «Ábreme», pide,
mientras los nudillos redoblan su reclamo.
Atreve pequeño pie de alhaja mendicante
por cualquier rendija, toda labios y súplica,
fluyendo como río pesaroso en su ternura.
Enciende los cabellos, frotándolos.
Resbala a prisa la palma de sus manos.
«Abre». Es río de gemidos a mi puerta.
Tinta, he pensado, para emborronar adioses.
Golpea. Sangre en los puños. Reclama.
Lágrima se juega antecedida por la noche.
Sé que ha aprendido de la flor ausencias
al volcar perfume de tiniebla.
Quizás me espía, su pie en racimo
escurre sordo a través del ventanuco,
ordenándome en su ejército de invierno
o aprehendiéndome ,mediante anhelos
que huyen por su harapiento guante. La sombra
llama. Razones de dulzura dilapida.
Quizá debería abrirle, pero es tarde.
En la mañana. A mediodía. Se hace tarde.
Siempre es tarde. Siempre es tarde.
Niña expósita, abandonada junto al quicio
es la luz que la habitaba, de pie,
cual desesperado centinela bajo un sol
de tristes climas, más allá, buscándome.
Los golpes reitera. Tañe los tablones,
alarga gemidos de borrega destetada.
Allí, junto a la puerta, se desprincipia
temerosa de la noche; pero lleva su luz
en forma de paloma sobre muerta nieve.
Huye a través de ramazones de árboles abúlicos
a piedras de soledad. De sí misma huye
fuego que aprieta su interior.
Pero torna. Su cabellera es viento,
flota junto a espesos paños.
Ya sus ojos no son ojos. Agujeros
de locura en sorpresa y ausencia.
Su llamado suena ay a choquezuela,
a color amarillo, a flor sin funeral.
«Abre», reitera con torpe voz de tierra.
«Abre».

* * * * *

Dorada de toda desnudez

A Elena Jordana

Podemos advertir sin yerro
dónde empieza y termina el círculo goloso,
pero nunca dónde acaba el mal de su dulzura.
Quien libre esté de Gracia que me siga.
Erige la manzana la imaginación al día,
porque la luz sin ella, amigos,
sería dilatada palidez y nunca
radiosa perfección al goce plena.
Podemos predecir las estaciones
que gestan colores a su piel, pero nunca,
lujuriosos impacientes, vaticinar su amorosa carga.
Miradla en lo alto de su torre arbórea,
transparencias del aire enamorado usufructúa.
Besos acendra. En providentes paraísos,
tentadora en la crujiente rama, sueñan
continuas hemorragias sus vehementes soles.
Su dulzura, apetecido mal en competente amor.
Su tránsito, tras infinitas somnolencias,
la pasión. Radiante desazón con alma, jubilosa,
la más amada de todas las mujeres,
entre néctares caníbales emerge,
dorada de toda desnudez, triunfante,
elaborando el himno de morderla sin medida,
celebrada por espumas,
una vez siquiera.

* * * * *

El viento, larga herida. Existo y sufro…

A Juan y Clarita Mora,
estudiosos, imprescindibles

El viento, larga herida. Existo y sufro.
Padezco exilio en carne viva. Pienso;
profeso inhábil ardores de un verano ciego.
Elaboro, desatentada voz, llamas y flores
con canciones que restan verduras a las eras.
Tendido en tierra, amortajado de colores,
desato tristes memorias. ¿Me divisa el río?
Sí. Sus planetas con celeste amargor
me miran a los ojos; prosiguen rumoreantes
menesteres; suministran, impávidos el rigor
incalculable de quien como tú, dulce piraña,
haces aún más desesperadas estas líneas
con tu ausencia, que deploran viento,
tierra, río, flor y llama; la campiña,
con creciente desconsuelo.

* * * * *

Llamó a la puerta un día, el mar. Sedujo…

Llamó a la puerta un día, el mar. Sedujo,
entre las olas solo, la agonía.
Llamó a mi puerta solo el mar un día;
pero entendí la noche que produjo.

Entre las altas ondas me condujo,
llama de sombra, su melancolía;
y aquella blanca nave sólo mía,
a ser ajena noche se redujo.

Hoy que lo entiendes, dime amor cuál río,
camino en movimiento, es quien me nombra
en olas tristes que tu arena apura.

Responde con pasión al labio mío
antes que al río el mar un día, sombra
conceda. Y a tus ondas sepultura.

* * * * *

Lo importante es llegar. Vivir (ahí) el instante…

A María Antonieta Domínguez
Bella. Inolvidable

Lo importante es llegar. Vivir (ahí) el instante.
Seguir justo hacia el muro. Llamar con nudillo recio.
Interrogar. ¿Llega la respuesta? Mirar el aire
y tomar medidas. Luego en la pared hendir el clavo;
con bronco gesto deshuesar pollo y colmena
tramontada la mejilla –embriagados en la triquiñuela
del paraguas pero volver al estado edénico. Inquirir:
«¿Perdone, vive aquí Angélica?», esperar que torne
la fámula cuya sonrisa es arcoiris y he aquí
que vuelve descubriendo que nunca tuvo lengua;
por ello sus palabras son imaginación y eclipse,
repetición de estero en plena calle, canicular es
con su aquí, su allí, sus pájaros con papelitos. Ahí.
Justamente en el quicio, Angélica escucha a pregunta:
«¿Perdone, vive aquí Angélica?» Revierte misterio
yéndose hacia el fondo. Volverá sin habla
porque tú, reventador de globos metafísicos
(ojo con Break-up), te empeñas en revivir mitos,
haciéndole a loquito sin importarte los árboles
arrancados de raíz por un Orlando ferruginoso.
Te gustaría serlo. Puedes, deberías serlo: Medoro;
él deberá templar nuestros laúdes corazones
y dar en pago porciones de angélicas, la venda
de su falda, o l eones que recorren invisibles el borde de
sus labios al momento de besar
y ser besada. Pero el imbécil (tanto puede así el rencor)
ni siquiera escucha los puñados de envidia
contra su ventana. Entretenido con la bella en darle
cucharadas de pornografía por si ella no supiera hacerlo.
Y todos aquí como pazguatos viendo las perradas de Nixon,
Templando los carrillones del fútbol malón y pútrido,
llenándonos de cebada caminados de cerveza, aspirando
perfumes cercanos con gasolina al hombro. Mientras
Medoro, escuchadlo rehileteros del resentimiento,
se arma de piel, de satinados senos, aljófares,
humores entre perlas distilados. Y no hay caso. El
reumatismo. La tos renuente frente al televisor.
Alguien llega y dice: «No eres hombre de tu tiempo
como Dante fue del suyo. Perogrullo de la eternidad.»
Te metes en los surcos del disco: malestrom
llamado Richter y todo se chinga porque,
sin remedio, te evades de tu siglo; no digamos
de mi/tu minuto. Empiezas a malografiar cielos
confundidos con legañas.

Angélica, nube y perfume, allá,
lejanamente, después del acto con ya sabes quien te envía,
desde el fondo del disco su dulce, cálida, interminablemente
tierna meadita, arpegiada con algalias, escondida entre
rosas laboriosas a la sombra del oro.

* * * * *

Polvo enamorado

A Roberto y Cuca
A la sombra de Brahms

Lo arroyos puros
se adormecen al son del llanto mío,
y, a su modo, también se duerme el río.
Al sueño, Quevedo

Llamó a la puerta un día, el mar. Sedujo,
entre las olas solo, la agonía.
Llamó a mi puerta solo el mar un día;
pero entendí la noche que produjo.

Entre las altas ondas me condujo,
llama de sombra, su melancolía;
y aquella blanca nave sólo mía,
a ser ajena noche se redujo.

Hoy que lo entiendes, dime amor cuál río,
camino en movimiento, es quien me nombra
en olas tristes que tu arena apura.

Responde con pasión al labio mío
antes que al río el mar un día, sombra
conceda. Y a tus ondas sepultura.

* * * * *

Yo, tu fantasma

…la mujer a quien declaro mi amor
oculta tras la espalda el puñal que ha de matarme.
Kean, J. P. Sartre

I
No seré quien soy si tu silencio
me incinera, Sibila. Ni mañana
ni nunca podría ser el que me habita
si tú, sobre la mesa, desdeñas
mi taza de café sin día.
Nada ordenaría
la veloz paloma contra el cielo
y la muerte, rodilla temblorosa,
si emprendes mis humillaciones
flameando viejísimos sudarios. Tenme
sobre tu frente, sien de las pasiones,
en tus labios, plañidera,
hoy, ayer, nunca; ruptura de mis hojas,
tus olvidos; letra enmarañada
bajo el sueño y tú,
con quien desposa la vigilia
toda perdición.
Me retienes
bordeando paredes idénticas, voz
y cielo parecidos, comunicándome
mundos similares; pero tú,
más alta aún, vigilas mi agonía:
abstemia sombra manchada de tabernas.
Árboles viejos como árboles.
Alondras de sinuosa trayectoria
sepultan en tus piernas mis deudos.
Troncos de vieja condición marina
van con lengua verborreica a los orígenes,
vaticinios donde trazarías
caminos de arena enardecida
con un reloj de carne, mirándome,
tolerada sobre el horizonte ya desastre.
Lejanía llevándome hacia ti
al fundirme en vehementes búsquedas
sobre el nocturno lecho.
Lluvia
de pájaros: Canto encendido bajo tintas.
Son cabaretes sudorosos
vestidos mis harapos entre el ruido
de gramófonos fuera de tiempo,
parecidos a tus noches, oh Perniciosa,
fulgor de mi ceguera; mujer que ruedas
patasarriba mientras pregunto por ti,
por lo que arrancas, Sanguinaria,
del fondo de las depredaciones.
Noche en sí
mediante Cristos de hollín, más lágrima
ordenada en batallón solo el destino,
desdibujándome en cuadernos
y fumarola de belitre estrella
o bocanada de sobajados cigarrillos.
Me desnaces.
En el fondo de los ojos
rompes fotografías tristes, yaciente
sobre cojines de cemento
a la hora del minuto al describir
dibujos húmedos, asimilándome
a fieras jabonosas, relajadas
aún sobre sus garras: dañado aliento
su comunión secreta,
tú lo sabes,
pero arrebatadas en noches insomniosas
porque insistes en hundir las uñas
en mi rostro mientras canto viejos valses
sin atenderme, sin sujetar mis brazos,
negándome la copa de la vida.
No soy nadie,
infundes apretadas neblinas a mi paso
y añades selvas a mis platos
ofendiendo piedras florecientes
al borde de abisales tazas,
este banco de gastada pata, mis manos
un gesto después del crepúsculo
como la duda de no verme en tu almohada,
Sibila,
informe perfección, no me olvides;
devuélveme al coito de la vida.
Yo,
tu fantasma, el que nunca ha sido
ni será, yo a quien darías puñaladas
sin piedad dejándole morir a tus puertas.
Yo, el más triste de tus amantes
te lo pide.

II
No soy quien soy, el que agoniza. ¿Luto
sin cese soy? ¿Memoria sin recuerdo,
o bien, tu sombra? ¿Olvido en cuanto pierdo
la raíz al puro tacto más el fruto?

Sin tiempo, estela; o tela de un minuto.
Sombra que sabe a tacto si te muerdo
el fruto funeral. Exequias ver do-
lerse el alma a tus ángeles en bruto.

Destino a secas soy. Mis lobregueces,
en tu asma empollan. Cavo tu cisterna,
no en el polvo, sino en la sed que nombras.

Pero sí soy quien soy, tosen los jueces.
La luz apura el alma, y tu linterna,
es sombra iluminada por mis sombras.