¿Y qué voy a amar si no es el enigma?
Giorgio de Chirico
Los garabatos son las lianas del bosque de nosotros mismos. Aferrado a ellas, libre, retoza el primate que todavía somos.
Garabatear es rasguñar el cristal empañado por el aliento de lo inmediato indecible.
Tirabuzón de la sombra.
Viruta de la madera de que están hechas las pesadillas.
Bonsai cuya única flor blanca crece tanto que acaba por arroparlo y servirle de paisaje de fondo, de follaje, de cielo.
Mínimo avión de propulsión a chorro que, herido de muerte, da vueltas y vueltas por el cielo de la página en blanco.
Sargazo de un mar interior que alcanza la superficie y allí permanece, inmóvil, a flor de nada, como el cuerpo del joven marino que Luis Cernuda rescató de las aguas de su memoria.
Raya sin tigre
Ceño sin frente
Larva de la creación
Caricatura de la abstracción
Jitanjáfora visual
Rúbrica de la libertad
Los garabatos son vilanos caídos de las ramas más altas de nuestro árbol genealógico, el discurso en pañales de una prole remota.
No hay desplazamiento voluntario. No hay dirección específica. Las aguas, las hojas, las criaturas que van y vienen por la superficie de la Tierra, los vientos, las nubes, los cuerpos celestes, yerran sobre la ouija de un loco que se consulta a sí mismo, garrapateando frases, tatuándose insensateces, deletreándose a todo lo largo y ancho del universo.
Cable de alta tensión, caído de quién sabe dónde, arrancado por quién sabe qué temporal, el garabato se crispa, travesea, gira sobre sí mismo, arremete contra el nuevo espacio y, convencido de su superioridad, se echa sobre el papel, inmóvil, incapaz ya de fulminarnos.
El garabato es sólo otro horizonte, el linde entre dos reinos, la costa visible pero infranqueable, el límite de este viejo mundo.