En el bar, la rancia morenez de les gitanos
—mendigos de propinas por su toque y por su cante—
quedó pasmada al ver los fragilísimos dedos
del filiforme Félix mimoseando en la guitarra.
Bares son en los que el pescador no pesca: simples
radas marginales que enajenan al marino,
caldo de cultivo para el ciudadano harto,
desfogue del administrativo emancipado,
de la hija de papá y del forastero ávido,
de protésicos—viajantes—locos—y—mecánicos,
de todo aquel, en fin, ansioso de desbordar
los límites hirientes de sus callosas manos,
su rígida espalda curva —en la cerviz un clavo—
o el molde circunstancial de su conciencia ahormada.
Entonces las entrañas maduran gritos, canciones
que las oes boquiabiertas hacen solidarias
en un vuelco incierto de galáxicas miradas.
Cuando el silencio cundió —un parto del cansancio—
como si fueran los zorros pasos de una araña,
Félix capturó la sumisión de los gitanos
porque sus dedos sapientísimos no tocaban,
sino que dúctilmente acariciaban, besaban,
amorosaban —eso— las cuerdas de la guitarra.