Alguno que otro día
me amanece el deseo de invitarte un café,
de abrazarme a la certeza
con la que me nombraste para siempre.
Quiero escuchar como respira en vos el universo
y descubrirme en el milagro sin edad de tus pupilas.
Poemas de Guillermo Carnero
Raso amarillo a cambio de mi vida.
Los bordados doseles, la nevada
palidez de las sedas. Amarillos
y azules y rosados terciopelos y tules,
y ocultos por las telas recamadas,
plata, jade y sutil marquetería.
Fuera breve vivir. Fuera una sombra
o una fugaz constelación alada.
Esta dama ironiza
en las implicaciones de su beso.
Huella el patio de armas con el Príncipe Azul,
y al ingeniar fruición
lo escuchamos croar en su inquieto regazo.
Y si ella es portadora del hechizo,
¿dónde hallar escarpín para su zarpa?
Durante muchos años la casa se asentó en tierra firme
estrechándola bajo su peso, y creció con ella,
y la tierra cuarteada en estío por el desplome de sus
músicas
miraba entre torrentes de luz derramarse las fuentes;
así al mirarla desde lejos surgía en la memoria
el despliegue de las horas pasadas, la sucesión
de las habitaciones y los objetos con su historia.
Hemos puesto en cuestión numerosas gramáticas,
leído hasta la saciedad la experiencia de otros
y en fotografías borrosas perseguido su imagen
inquiriendo un volumen para sus gestos planos,
codiciosos de aquello de que era razonable
esperar sabiduría, para obtener al fin
un pobre patrimonio de terrenos baldíos,
una colección de medallas y cintas
símbolo de triunfos que ya nadie recuerda,
juguetes con encaje sucio cuyos ojos hundidos
remiten a una infancia convencional y anónima;
y nos devuelve a ellos la vanidad del coleccionista
que dice poseer con los objetos su alma; nos miran
con fijeza de búhos disecados desde la redondez de su urna;
una apariencia que es muerte y serrín y grandes ojos de
vidrio.
Si las imágenes se apiñan en un recinto oscuro
nada en ellas hay de movimiento (menos aún hábito de
movimiento);
sí en cambio los ojos de cristal que el taxidermista tan bien
conoce,
con su excesiva holgura en la órbita seca;
un día han de invadir a medianoche
los bulevares de la ciudad desierta,
aterrando con su agilidad a los animales pacíficos,
en una conjunción única que consagre el azar.
Hoy que la triste nave está al partir,
con su espectacular monotonía,
quiero quedarme en la ribera, ver
confluir los colores en un mar de ceniza,
y mientras tenuemente tañe el viento
las jarcias y las crines de los grifos dorados,
oír lejanos en la oscuridad
los remos, los fanales, y estar solo.
En el hueco de tus manos
pongo tu nombre
y lo bebo a sorbos,
tus minerales
se licuan con mis soles
y en la memoria
la leyenda de tu cuerpo
se vuelve mariposa,
limpio las soledades
a tus pasos,
entonces te acuno entre mis ojos
entonces te limpias el sudor
y recoges mis mañanas.
Aquí el espectador se ve forzado
a una actitud esencialmente equívoca
pues la calzada que allá abajo cruza
el valle, nebulosa, lejanísima,
arranca de sus pies.
Y así es menor que exista
un obelisco alzado sobre cuatro columna
que corona un tritón con cabeza de lince,
o un arco de triunfo remadado
por un bosque de cedros y de sauces llorones.
Hagamos un poema,
con tu piel
y mis labios
con la brisa de noviembre
y los aguaceros de junio.
Pintemos de pájaros
y madrugadas
nuestras espaldas sudorosas.
Amamantemos nuestra sed
con el crepúsculo
tímido y solitario
que se corona de lunas
desparramadas
en las gotas
de los inviernos.
Muchachita taimada (tan sin malicia) entonces,
propensa sólo a nuestros juegos lúgubres
por entusiasmo de recién convrsa,
¿quién te reprocharía tu sumisión, no honrosa
a fin de cuentas, al glamour
del boyante cadáver exquisito
a quien todos sin duda hemos amado
alguna vez?
Encerrados en un espacio distante
perfeccionan allí la estabilidad de no ser
más que inmovilidad de animales simbólicos
la escorzada pantera, el mono encadenado
y la fidelidad que representa el perro
echado ante los pies de la estatua yacente;
adquieren aridez en la luz incisiva
bajo las losas de cristal del domo,
traslúcido animal que no perece.
Los dioses nos observan desde la geometría
que es su imagen.
Sus templos no temen a la luz
sino que en ella erigen el fulgor
de su blancura: columnatas
patentes contra el cielo y su resplandor límpido.
Existen en la luz.
Esa carcasa ocre es Helena, la gracia de la nuca
aureolada de cabellos lúcidos.
Los que la amaron son inmortales ahí, en la tierra inverniza,
o bien envejecieron con una pierna rota
dislocada para mendigar unos vasos de vino-
y yo, el giboso, el patizambo, me acuerdo algunas veces
de la altivez biliosa de los jefes aqueos
considerando la pertinencia del combate,
inspiración segura de algún poema heroico
cantor de esta campaña y su cuerpo de diosa:
polvo para quien no la amó, sus versos humo.
Vuelve la vista atrás y busca esa evidencia
con que un objeto atrae a la palabra propia
y el uno al otro se revelan; en el mutuo contacto
experiencia y palabra cobran vida,
no existen de por dí, sino una en otra;
presentido, el poema que aún no es
vuela a clavarse firme en un punto preciso
del tiempo; y el que entonces fuimos ofrece
en las manos de entonces, alzadas, esa palabra justa.
En el brillante centro de la sala se oye
las risas y el reloj. En cuatro círculos
giran las Estaciones, y las Gracias recatan
su desnudez en el coronamiento.
Ágatas y nogal, si se entrelazan
a los pies del reloj, la caja oprime
las resonantes cuerdas, los finísimos flejes y el contenido
cauce de la música.