La madre que ahora tengo es la misma y es otra entre las muchas
de las cuales he sido nacida,
no me levanta como en otros tiempos en antiguo lenguaje judío
ni tampoco me levanta en lenguas arameas,
ni siquiera en un árabe olvidado que todavía tiene resonancias
entre los dientes de mis tatarabuelos
o en esas otras lenguas de los que pasan
sin saber que sus sonidos también me pertenecen
y que me viven por encima de mis presentes apellidos.
La madre que hoy coexiste o a ratos me reconoce en sus perfiles
en sus maneras de doblar las sabanas,
de acariciar un libro con los ojos
de echar a andar diseminando de la cabeza pensamientos, rumbos,
me cuenta ensimismada los giros de su infancia,
lo insólito de vivir junto a mi abuela Nena
mi abuela que sabía leer en el aire los pasados
el futuro y los pliegues del presente
a cualquier rostro que tuviese cerca.
La madre que ahora tengo conoce cabalmente los exilios
y los puede nombrar uno por uno en los claros arroyos de su cara
si se mira al espejo recordándose.
La mujer que hoy por hoy yo llamo madre
a la que puedo nombrar nombre por nombre
sin equivocaciones de mi parte,
me ha otorgado como último regalo en esta tierra
mi pasaporte para el no regreso a esta heredad de lo azul
donde he vivido innumerables existencias a tope.
La madre que convive en mi cerebro y canta al corazón
nanas o adagios para que yo no olvide
la eternidad de esta raíz que llevo como una trepadora
alimentando el golpe de mis vísceras
entre la aorta mayor y el punto frágil de mi sien izquierda,
ha vuelto de visita con esta alineación de los planetas.
Esta mujer y yo representamos
la serpiente que se muerde la cola y resucita.