La tierra que papá compró cuando éramos niñas, quedaba frente del infierno; pero, era tan hermosa; los árboles gigantescos, y las achiras que parecían mujeres con la mantilla negra y la canastita de tizones y pimpollos.
Detrás iban las acacias, las quimeras y el árbol que siempre me daba espuma. El infierno quedaba unos pocos metros más allá, no sé dónde, arriba, entre las piedras y los árboles, parecía un altar. Allí, el fuego ardía, siempre; a veces, era una hoguera; otras, sólo un punto rojo; al volver del colegio, lo miraba fijamente. El dueño aparecía sólo de tarde en tarde; era hermoso, de astas afiladas; la manta le flotaba alrededor del cuello, hecha de su misma leve carne.
Algunos vecinos huyeron aterrorizados. Otros le llamabas: El Señor.
Papá decía: ‘Si él no molesta a nadie’.
Pero yo dormía,apenas; de noche cuando todos dormían me asomaba a las puertas; veía al Dueño ajustar las tenazas; oía el zumbido, el débil grito de las ánimas, que, inútilmente, luchaban por librarse.