La avispa exclamó:
«¡Mi talle! ¡Mi talle!»,
al ver al burrito
paciendo en el valle.
«¡Mis alas! ¡Mis alas!»:
tal, la mariposa
le gritó al pasar,
en más, orgullosa.
Así, el picaflor:
«¡Mi pico!
La avispa exclamó:
«¡Mi talle! ¡Mi talle!»,
al ver al burrito
paciendo en el valle.
«¡Mis alas! ¡Mis alas!»:
tal, la mariposa
le gritó al pasar,
en más, orgullosa.
Así, el picaflor:
«¡Mi pico!
Un castillo de arena. Lleno el foso de espuma,
subterráneos cruzándose en unión con el mar,
portal de caracoles, en la cresta una pluma
que acaso una gaviota dejara al revolar.
Moldes por centinelas en muralla alineados
circuyen tal alcázar, diseño en redondel,
y a través de los túneles, torcida por dos lados,
pronta ya para el fuego, la mecha de papel.
Siempre desde abajo pudimos mirarle
y aun de nuestra altura miramos a Cristo,
mas nunca hasta ahora pudo contemplarle
alguien de lo alto, ni de allá fue visto.
Pero así el artista consiguió pintarle,
en tremendo escorzo con genio imprevisto,
mirando de arriba, y supo evocarle
de terreno ambiente al fin desprovisto.
Se lo ha llevado el viento, esa mano de olvido,
el pequeño mensaje que quedara en la puerta;
se fue sobrevolando, como ebrio o perdido,
la rumorosa calle, en la tarde desierta.
Allá irá, todo alma de amor estremecido,
náufrago diminuto con dirección incierta,
agonizante espíritu, el que pudo haber sido
alegría del ser que lo aguardaba alerta.
¡Madre!, clama en voz queda mi ferviente mensaje;
¡madre, mi madre, acude porque te necesito!
La voz, primero tierna, va haciéndose salvaje:
si al comenzar fue ruego, termina siendo grito.
Todo ansias de amor el son de mi lenguaje,
salvando las alturas en pos del infinito,
desesperante, alcanza, tras impetuoso viaje,
acento de mandato para aquel ser bendito.
En el entusiasmo del dulce embeleco,
nunca imaginara que tal vez un día,
con peluca suelta quedara el muñeco,
los ojos ausentes, la testa vacía.
Sin fondo, un abismo, semejaba el hueco
del cráneo desierto, y en esa agonía,
a pesar de todo, resonaba el eco
del tierno «Mamá», que se repetía.
No levantes la voz; el niño está dormido.
Contén el paso, espera, aguarda en cauto acecho;
que no se mueva el aire, ni se oiga el menor ruido,
para que en tierna paz, te aproximes al lecho.
Mírale sonriente al almohadón asido,
el oso de su vida apretándole el pecho,
en la mano, seguro, tiene un hilo prendido
del globo de colores que oscila bajo el techo.
No es suficiente dar, ni dar con alegría;
ni tampoco es bastante dar con renunciamiento;
menos, dar con dolor, un poco cada día,
esperando de otros el reconocimiento.
Y no basta siquiera el dar por ser virtuoso,
aunque el alma egoísta, aleccionada, calle;
hay que dar, simplemente, como el mirto oloroso
que esparce, sin saberlo, su fragancia en el valle.
Es la mansión de ayer, la de la infancia mía,
con ternura hogareña y calidez de seno,
que aún levanta la frente, a punto de agonía,
entre tanto derrumbe al que nada es ajeno.
Muéstrase melancólica el ala solariega
del loco enjambre antiguo hoy con seres distantes
y a la sombra de madre, amorosa, se agrega
el tono protector, los ojos vigilantes.
Mírate en el espejo que tu imagen proyecta,
esperando un instante a que se muestre clara;
verás, a pesar tuyo, la figura imperfecta
y las desarmonías patentes de la cara.
Sin contemplarte pues como estampa dilecta,
en tus propios defectos, exhaustiva, repara,
para reconocer por fin lo que te afecta
como quien llanamente una verdad declara.
«En tiempos de las hadas y de la hechicería…
cuando la reina cruel consultaba su espejo…
el duende Trasgolisto su sábana extendía
y los siete enanitos pasaban en cortejo…
»Cuando la Cenicienta perdía su zapato…
cuando Caperucita visitaba a la abuela…
cuando las botas mágicas calzábase el Gato…
y, al par que Jack trepaba, crecía la habichuela…»
La niña, ya impaciente, con la historia termina,
colgándose amorosa del cuello de la madre:
«Pero, Caperucita, ¿no tuvo padre?
No comprendes, amor, cuál es mi sentimiento;
en vano lo traduzco y en vano te lo explico.
A veces me parece que ha llegado el momento
de aclarártelo igual que obramos con un chico.
No comprendes, amor, que todo lo que siento
y en esto, ya lo sabes, ni dudo ni claudico
es amor, todo amor, el dulce pensamiento
que instante por instante, por siempre te dedico.
Juntas, bajo el cristal, amoroso capricho,
la Virgen de la Linda Vidriera de Colores,
atavío en azul sobre encarnado nicho,
como ascuas centelleantes los vivos resplandores;
Nefertiti, la reina, que muestra de perfil
tan alargado cuello por fino, más esbelto,
y que el rostro parece esculpido en marfil,
el cabello invisible en ceñidor envuelto.
¡Cómo insiste Khayyam con los muertos! ¡La arcilla!
La arcilla de las ánforas, la arcilla de la copa,
diciendo que allí están, y que, al rozar la orilla,
al beber, nuestros labios, se encuentran con su boca.
Que henchiremos la cámara que otrora ellos llenaran,
yendo a complementar nuestra capa en la tierra
con profetas, sultanes y sabios que pasaran.
Sin saber que es domingo, ruidoso día de fiesta,
va llevando su carga la minúscula hormiga:
el trozo de una hoja en perfilada cresta
columpiase oscilante sin impedir que siga.
Apenas se apresura, que caminar le cuesta,
y se esfuerza consciente pues el deber la obliga,
prosiguiendo el sendero, pese a tal lastre, enhiesta,
pero sin detenerse ni demostrar fatiga.
Quisiera estar de acuerdo con la ley de la vida
tal vez, la de la selva, al instinto fiada,
según la cual se vive de acuerdo a la comida:
la bestia menos fuerte ha de ser devorada.
Y quisiera también aceptar la partida
ya que sin consentirlo nos viene la llegada,
sufrir, sin execrar al que odia u olvida,
como al rico que abruma a quien no tiene nada.
Al pasar por la calle, cae una mariposa.
Revolando insegura se pierde entre la gente,
tornadizo vilano o pétalo de rosa,
burbuja de jabón, pajarita luciente.
Tras ella acude el alma, como ella, temerosa
de que tanto ajetreo le cause un accidente,
hasta que en tenue aleo detiénese y se posa
al borde de la acera, sin resguardo, imprudente.
Dan ritmo a la faena los trozos musicales;
combate la tristeza la suave melodía;
cuando preocupaciones asedian, habituales,
cantares apaciguan la mente, todavía.
La música es así, remedio de los males,
inagotable fuente a escanciar cada día;
sosiego de palacios, templanza de arrabales,
y placidez del alma, armonizante guía.
Llévame nubecita a lo alto contigo
y cúbreme amorosa con tu cendal de gasa;
que tu orla de tul me sirva, leve abrigo,
para que no me falte el amor de la casa.
Llévame tú que eres, de mis ansias testigo,
ceniciento vigía, fino polvo de brasa,
incansable viajera detrás de mi postigo;
llévame pero pronto, que tu momento pasa.
Dentro todo es silencio y sombra todavía;
afuera entre las rejas de los amplios balcones
que doran las primeras claridades del día
revuelan bulliciosos y a solas los gorriones.
Son bandada, y oyéndolos, acaso, se diría
que de alegres coloquios fueran conversaciones
esas músicas locas de tanta algarabía
y que en prueba amorosa hasta entonan canciones.
Quisiera saber, madre, de San Marcos y el león;
de San Roque y su perro, San Francisco y las aves;
San Huberto y el ciervo, San Jorge y el dragón;
de San Pedro y el gallo, con sus signos y claves.
De San Martín de Porres, que barriendo su alcoba
a las graciosas lauchas se prodigaba tierno
para que se durmieran tranquilas en la escoba,
de sí mismo olvidándose, aterido en invierno.
Dijiste: «Mar de vidrio», Señor, y es lo que quiero;
un mar que te refleje en toda tu grandeza,
por sobre el cual camines tu lámpara, el lucero
para ver, al trasluz, del mundo la tristeza.
Dijiste mar de vidrio, un cristal sin bisel
ni resquebrajaduras, sólo un único trozo,
en cuya superficie se reproduzca fiel
el que ríe feliz o el que ahoga un sollozo.
No he sido nunca linda tal vez quise ser alta
y la piel de mis hombros se acentúa morena
(al decir esto, claro, una verdad resalta:
que tampoco mi espalda ha de ser de azucena).
No tuve grandes ojos, y ahora aún me falta
el gracioso caer de ondulada melena;
tampoco es mío el rosa que reanima y esmalta
las mejillas y labios, con tono de verbena.
Tengo miedo, Señor, pero no de la noche,
tampoco de la sombra, menos de la tiniebla;
es miedo de la aurora refulgente derroche
como miedo del mundo, cuando el mundo se puebla.
Tengo miedo, Señor, no por valerme sola
ni por triste aislamiento o apartado retiro,
tengo miedo a la gente, a la imponente ola,
el vaivén de los seres en asfixiante giro.
No son años la vida, sólo rápidas horas,
ésas con sus momentos de placer o dolor,
cuando el alma es dichosa o acongojada lloras,
instantes de ternura o de cruel desamor.
Instantes en que a veces, trémula, rememoras
encuentros, despedidas, la ofrenda de una flor,
inasibles minutos de ayeres y de ahoras,
el beso de los hijos, las tristezas de amor.
Tan sólo cinco panes, tenemos, y dos peces
exclaman los discípulos mientras Jesús observa,
son cinco mil las gentes, hasta más que otras veces.
No importa, que se sienten allí, sobre la hierba;
y ya panes y peces multiplica su arte.
No le digas a Cristo:
—He de ir, mas espera.
Me falta, todavía, algo que me he propuesto;
el mundo me reclama, complacerle quisiera.
Ten paciencia, he de ir. Un poco y ya me apresto.
No le digas a Cristo:
—He de ir, aunque espera
solamente a que acabe lo que tengo dispuesto;
me conoces devota y me sabes sincera.
No le hables de la muerte, háblale de las flores,
de la aurora dorada y el ocaso de fuego,
del azul del océano y el arco de colores,
de los ríos de plata y el astro sin sosiego.
Cuéntale del amante los dichosos amores,
del reír de los niños eternamente en juego,
del canto del poeta y de los trovadores,
del que con fe suplica y hace escuchar su ruego.
No me llames poeta un nombre con laurel
porque mi voz apenas para cantar acierta;
acaso suavizada por amorosa miel,
tal vez unos acentos armoniosos concierta.
Puede sí que me escurra por el alto dintel
hacia regiones mágicas tras mi azulada puerta,
o que salve los mares en barco de papel
para poblar de trinos la comarca desierta.
Detrás de mis paredes, feliz a mi manera,
extraigo del azul la esencia de mi verso
y escribo entre las nubes ¡añorante quimera!,
con las letras del alma, un vocablo disperso.
Ignorando el tropel que redobla en la acera,
extraña a la vorágine que rige el universo,
no turba mi interior el bullicio de afuera
y así conmigo misma, escribiendo, converso.